Estamos viendo (y escuchando) agrupaciones de gran calidad en el Concurso Oficial del Carnaval de Cádiz. También algunas mediocres o directamente malas, incluso un par de ellas a las que si se les hubiera bajado el telón no hubiera pasado nada. Hemos visto actuaciones tremendas como la de la comparsa El perro andalú, con esa descomunal cuarteta final llena de garra y mensaje, y otras escenas más bochornosas como a Carles Puigdemont siendo decapitado en una guillotina. No es el único episodio infame que hemos visto sobre las tablas: también hemos escuchado a una agrupación (Aquí hay un chivato) babosear con “las cachas” de las comparsistas que actuaban inmediatamente después, aguantado varios chistes homófobos y a una chirigota —muy alabada por cierto— encarnar a vendedores ambulantes negros y soltar gags sobre la valla de Melilla o las condiciones laborales de estas personas, banalizando el racismo de una manera muy grosera. Hasta hemos tenido una agrupación con el infame nombre de Una corrida en tu cara, una oda al mal gusto.
Son detalles, momentos, escenas y gags estúpidos que no solo no me divierten, sino que directamente me borran la sonrisa de la cara. Ahora bien, ¿prohibiría estas prácticas racistas, machistas u homófobas?, es decir, ¿deberían ser penalizadas (oficialmente) en el concurso? Mi opinión es que no. Radicalmente no. La libertad de expresión y actuación es la base innegociable del Carnaval de Cádiz y nos ofrece, mal que nos pese —especialmente en el momento que nos está tocando vivir—, un reflejo bastante certero de nuestra sociedad. Las coplas carnavaleras son una manifestación popular y cultural únicas en el mundo y no tendrían sentido si existieran restricciones o cadenas a la palabra o a la imaginación de los autores, una libertad que, por cierto, se tardó muchos años conseguir.
Aplicar el rodillo de la elegancia y de lo políticamente correcto desnaturalizaría el Carnaval. Quiero al Carnaval libre, salvaje, callejero, puro, plural, que me ofrezca perlas inolvidables y también, por qué no, que me cabree. Sé perfectamente que me voy enfadar con las letras del coro de Julio Pardo y sus golpes de pecho, su machismo recalcitrante y su patriotismo chusquero, pero lo quiero concursando. Sé que nos encontraremos con chirigotas que hagan chistes homófobos y machistas más propios de los años 70, bromas que no nos van a gustar un pelo y que seguramente veremos la respuesta del patriarcado a las sucesivas letras feministas que estamos escuchando.
Eso pasará. Y no me va a gustar. Pero no se me ocurriría penalizar nada de esto. Como escribió la biógrafa Evelyn Beatrice Hall a principios de siglo, “estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo“. Apelo pues a la inteligencia de los autores, autoras y concursantes, y sobre todo, de la audiencia (espectadores, jurado y medios de comunicación), cuyo veredicto también es parte de la esencia carnavalesca. Seremos nosotros los que elevemos o no, a una agrupación o a unas coplas, al Olimpo del Carnaval. Con nuestro juicio, nuestra crítica, nuestra difusión y nuestro apoyo. También con nuestro rechazo. Y esa es, en parte, una responsabilidad que acepto con gusto.
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