Sabrán ustedes que María del Monte se vino arriba celebrando el orgullo en Sevilla y dijo que ella era una más entre la gente y, en su caso, así lo entendió la gente: lesbiana. Pues bien, la gente que estaba allí se arremolinó ante la noticia, hicieron fotos del momento con sus móviles y la subieron a redes como paparachi a tiro de exclusiva —urgía volar— y todos los medios pusieron foco a la tarde soleada de la Alameda.
María había hablado y María lo había dicho —repite la liturgia mariana—. Nadie entre la hermandad había tenido jamás duda, no había jugado María al escondite ni con disimulo, no es mujer María para eso, no se justificó, ni pidió permiso nunca. Pero cuando María lo hizo explícito, su verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y la "palabra" de María movió montañas. Y María fue halagada con aleluyas y Sálvames.
No quiero ser menos ni quedar por malage, y felicito a María por la epifanía que vivió en Sevilla y en su Alameda, pero siendo María como es María y de donde es María, no sé de qué se extraña la gente. No me extrañó que a María —como a todos—, tal como nos llega el éxtasis se nos va la lengua —qué cosas dice uno en esas condiciones... —, y María se echó al monte sin freno ni condición.
A María se le llenó la boca de familia —como en Lourdes y en Fátima, nada nuevo— porque todas las María son muy de familia y algunas de ellas presumen de ser madre de Dios. Y María dijo estar enamorada de su mujer —de su santa mujer, que diría un castizo—, de su mujer de siempre —hasta las canchas, sentenció— y se abrió el cielo y su luz dejó ver lo siempre visto, lo que nadie ocultó ni puso en sombra, ni se gritó a los cuatro vientos. La alborozada alegría de la primavera, las mañanas de prisas y las tardes lasas, las sombras - claro- y el dia a día hasta los veinte años de comprensión y amor y calor en Sevilla, todo tan natural. Tan natural que no sé de qué se alerta el personal con semejante "noticia" y hace fotos de su anunciación. Y, aunque a nadie le importa cómo es cada quien, el milagro de María de siempre fue voxpopuli.
Tiene esto de observar la zona del perinéo —propio y ajeno— notable dilacion entre los lectores, y aún los agrafos, llegados al caso, se remangan y echan mano como el que más y nadie se pregunta cómo mea el de enfrente, de pies o sentado, pero sea por el vello oscuro, sus redondeces y sus ángulos, por cuanto sale o se oculta que gusta de andar despacito estos tránsitos, y prenden linternas por ver y apagan la luz para no ser vistos.
Por echar mano de la ciencia - aunque sea sociología, que es como prima bastarda- y con cuidado de no mancharse con su brocha gorda, un tal Alfred Kinsey, americano él, ideó una escala a la que para orgullo y recuerdo de sus deudos denominó Escala Kinsey —que él nunca quiso nombradia— Con ella, el erudito trata de clasificar en siete registros numéricos y estancos las miles de singularidades en relación a la sexualidad humana. Kinsey era como María, claro como el agua, y decidió valorar en 0 a la heterosexualidad —alguno tendría que ser, refirió más tarde a la prensa— y como 7 a la homosexualidad. Entre uno y otro, finas lonchitas de carne y pescado de más a menos condimentado.
Kinsey estableció su estrategia demoscopica con preguntas alambicadas, a fín de que la explicitud no espante a la pieza. Sobre una poblacion numéricamente escasa, pero con seguimiento a lo largo de varias decadas, en 1958 Kinsey decide dar a conocer sus números: sin entrar a diferenciar entre hombres y mujeres, Kinsey concluye que "sólo un número estadísticamente insignificante y perfectamente despreciable es heterosexual" —es o no es Kinsey más claro que María del Monte...— y el resto, picaditos de viruelas, sentenció Kinsey. De más a menos condimentado —como gustaba al viejo sabio—, y para no cogerse los dedos, decía en su argot sólo para iniciados.
En su Sexual Behavior in the Human Male —su más personal y mayor entrega sobre sexualidad masculina, segmento estadístico por el que siempre mostró interés—, Kinsey también se echa al monte y concluye que el 37% de los varones americanos ha experimentado erecciones y eyaculación con personas de su mismo sexo, fundamentalmente en su juventud. Imagino a Kinsey —hombre de mucha relación— empapado en sudor frio para deducir que, ni 0, ni 7, el personal es de clímax tibio, mediterráneo, se diría.
Me gusta imaginar a la imposible pareja, a María y a Kinsey de la mano. Cada uno y por su lado, sin ni mirarse siquiera. María, a la sombra de los pinos; Kinsey, agarraíto a la Reja.
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