Si tienen oportunidad, sacrifiquen una de las cientos de series televisivas y lean (o relean) la novela Un mundo feliz (Brave New World en su original) del escritor y filósofo inglés Aldous Huxley, publicada por primera vez en 1932. La misma narra una historia que se desarrolla en un futuro no muy lejano, en el que se ha conseguido, gracias al avance de las técnicas reproductivas y la bioquímica, generar cinco castas de seres humanos con características físicas, psicológicas y un condicionamiento social diferente. Todos viven felices porque han sido diseñados para que les guste lo que son, lo que hacen y no anhelar nada diferente.
En esa sociedad, el Estado Mundial gobernado por diez Interventores, procuran la estabilidad y bienestar de la población. Para ello se han suprimido la familia, el concepto de padre y madre (se nace de placentas artificiales), la religión, la literatura, los museos, la enfermedad, la suciedad, la vejez o el amor, entendido como apego duradero, afecto permanente o necesidad de estar con otra persona, ya que se entienden como elementos generadores de distorsión social y, a la postre, de infelicidad. Por contra, en ese mundo descrito por Aldous Huxley, a los niños y niñas se les educa desde pequeños en la promiscuidad y en el goce sexual puramente carnal, objetualizando a las distintas parejas. Se ha logrado una sociedad aséptica, libre de enfermedades, en las que las personas mantienen una apariencia, salud, vigor, mentalidad y comportamientos de adolescentes hasta la cincuentena en la que mueren sin ningún sentimiento, propio o ajeno, de dolor por la pérdida, reciclándose su cuerpo en componentes químicos. Ni que decir tiene que toda muestra de cariño, empatía, tristeza o inquietud cultural está mal vista y puede acarrear el destierro. No hablemos ya de la maternidad o paternidad -o la vejez- que son consideradas situaciones pornográficas y sumamente desagradables. Para ayudar a lograr la felicidad plena existen diversos elementos de ocio: una sexualidad materialista impuesta desde la infancia; producciones audiovisuales efectistas aunque de pobres argumentos; deportes socialmente aceptados; y una droga gratuita (soma) suministrada por el Estado y sin ningún efecto secundario adverso.
Vivimos en una sociedad que glorifica al eterno adolescente
Sin duda los habitantes del Estado Mundial son felices aunque para ello hayan tenido que renunciar a gran parte de su humanidad. ¿Es eso algo bueno y deseable? ¿Merece la pena? Me resisto a pensar que sí porque creo que lo que pierden es mayor de lo que obtienen, aunque ellos, naturalmente, al estar condicionados, no pueden llegar a comprenderlo. De un tiempo a esta parte vengo observando como gran parte de las ideas planteadas por Huxley en su novela hace cerca de 90 años se han convertido en auténticas profecías cumplidas. Vivimos en una sociedad que glorifica al eterno adolescente. Desde los tres años los niños y niñas ven teleseries donde se banalizan las relaciones interpersonales. Se sexualizan todos los aspectos de su vida (bikinis con sujetadores con relleno y fiestas de princesas para ellas, disfraces de superhéroes y deportes para ellos). Se les educa para que tengan un exitoso futuro profesional (enseñanza de idiomas, demanda de más teleclases, más tareas, más innovación tecnológica, etc.). Por otra parte, se trata de evitar a toda costa y está mal considerado socialmente cualquier signo de enfermedad, tristeza, soledad o aburrimiento. Siempre hay que estar feliz, siempre acompañado, siempre sanos y deportistas. Se pretende que la adolescencia dure desde los cinco años hasta los 80 y de ello ya se ocupará la medicina, la cirugía, la moda y la publicidad. Desde pequeños estamos educando a los niños y a las niñas para que no se ensucien, para que lleven cascos y protecciones, para que eviten riesgos y opten siempre por la opción segura, para que no empaticen con quienes lo pasan mal porque no son un modelo a seguir. En la madurez se fomentan las relaciones insustanciales y se desprecia la literatura, las humanidades y todo lo que no sea productivo. Existen multitud de tratamientos estéticos, hábitos de vida saludable, complementos alimenticios, prácticas deportivas… que nos animan a seguir siendo jóvenes y sanos. Y a las personas mayores que no pueden mantener este ritmo se las oculta en residencias o se las aísla socialmente en sus casas. Finalmente, aunque parezca mentira, la gente se sigue muriendo, normalmente en un hospital, intentándosele prolongar artificialmente su vida. Para estos se han inventado los tanatorios, edificios impersonales, asépticos, que gestionan lo que nadie quiere ver fuera de allí.
En el fondo percibo que lo que existe es una negación de un aspecto esencial de la vida que nos hace humanos: la muerte. Me explico: no es que no sepamos que todos vamos a morir algún día, es que nos negamos, como sociedad y como individuos, a sentirlo, a interiorizarlo, a aceptarlo y a comportarnos con naturalidad ante esta verdad. Se trata de una verdad incómoda, que preferimos ocultar, actuando como si no fuera con nosotros. Intentamos hacer lo imposible porque no llegue nunca, minimizando todo tipo de riesgos, adoptando toda serie de precauciones, sintiéndonos eternos jóvenes inmortales. Confiando en la ciencia y en la pseudociencia para evitar lo inevitable. Por eso cuidamos tanto nuestra estética y nuestra salud. Por eso preferimos celebrar fiestas como Halloween que infantilizan la muerte, en lugar de honrar a nuestros muertos en Todos los Santos o Fieles Difuntos. Por eso ya apenas hay velatorios en casas.
La pandemia del virus Covid-19 ha acelerado esta deshumanización que supone privarnos de la conciencia de la muerte propia. Todos vamos a morir pero no queremos que nos lo recuerden. Nos da pánico la muerte y cuando nos enfrentamos cara a cara con ella nos bloquea. Naturalmente nos preocupa únicamente nuestra muerte, la de los demás nos trae sin cuidado. Por eso nos importa un comino que cada año mueran 900.000 personas en el mundo por hambre o 7.000.000 personas como consecuencia directa de la contaminación. Nos están educando en una cultura de supervivencia, de hacer todo lo posible para seguir vivos, renunciando a todo lo que sea necesario, incluso a nuestra humanidad. Por este motivo, cuando sentimos cerca una amenaza, nos negamos a asumir cualquier riesgo, extremamos las medidas de seguridad y no atendemos a razones. Esta es la razón por la que hemos aceptado tan fácilmente como algo natural lo que no lo es: que no podamos besar a nuestros padres, madres, hijos o hijas; abrazar a nuestros amigos y amigas; que los niños y niñas no puedan relacionarse entre si y estén confinados sine die al aislamiento social; que no podamos despedir a nuestros seres queridos que fallecen. Todo sea por sobrevivir aunque menos humanos. También explica esto la confianza ciega, casi mágica, en diversos elementos de protección como guantes, mascarillas en todo momento, mamparas, ozonificadores, luces utravioletas, medicamentos diversos, etc. O prácticas compulsivas e irracionales como la desinfección con lejía o alcohol de colegios que llevan cerrados tres meses, la arena de la playa o las mesas, sillas o documentos que no ha utilizado nadie más que uno mismo.
Me niego a deshumanizarme y a que mis hijos se eduquen en este mundo que quieren construir. No niego la existencia del virus, ni tampoco creo que haya que ser imprudente y no adoptar medidas higiénicas, de educación y sanitarias elementales. Pero es absurdo pensar que es posible eliminar todo riesgo. Y considero perverso pretender vivir para siempre a costa de perder la humanidad. Una sociedad como la andaluza, con unos profundos valores comunitarios, con una cultura que sitúa al ser humano en el centro de la vida, que la justifica y hace que merezca la pena ser vivida, no puede permitirse tirar por la borda siglos de civilización. Aprendamos de nuestro arte Barroco, humanicemos al hombre igual que hicimos con el Hijo de Dios. Aceptemos la muerte, no para desearla sino para hacer de la vida algo que merezca la pena.
Este artículo se publicó originalmente en Portal de Andalucía