Llevamos ya muchos días de reclusión más o menos temerosa, más o menos bien soportada –supongo que no pocos llevan la cuenta, tachan los números en el almanaque o dicen cada noche, como en la mili, “un día menos”—, saliendo a la calle lo imprescindible en lo que se ha convertido en rutina diaria de pocos minutos: comprar el periódico en el kiosco, ahora solitario, de la esquina y el pan de cada día en el horno de detrás de casa, visitar de forma rápida la frutería, al carnicero o al pescadero del barrio y, solo cuando es imprescindible, ir al supermercado más próximo. Con las calles casi vacías y exprimiendo los últimos aromas del azahar que aún resta, si te cruzas con alguien conocido lo saludas a distancia agitando la mano, pero si no sabes quién es el que viene hacia ti te apartas un poco, inconscientemente, para cruzarte más lejos.
Porque cualquier extraño se percibe, aunque no lo quieras, como una potencial amenaza, ¡quién sabe si en su interior habita el virus maldito! Como esto es así, y no creo haya muchas excepciones a este modelo, discrepo de quienes afirman que esta situación, que nadie habíamos experimentado antes, nos llevará, casi automáticamente, a “una sociedad más cohesionada, humana y justa” (en palabras de la ministra María Jesús Montero). Distinto es el ámbito estrictamente familiar o entre personas muy cercanas, ahora distanciadas y sin relación física. Quienes no sabíamos realizar videollamadas múltiples a través del móvil, hemos aprendido a hacerlo para poder hablar ¡y ver! a nuestros nietos cada tarde, más o menos a una hora prefijada, ¡como si pudiéramos no estar en casa si ellos nos conectan a otra hora! Esta situación sí está reforzando los lazos familiares, las unidades sociales de pequeñísimo radio, lo que es bueno aunque tiene el riesgo de consolidar minigrupos muy cohesionados que ignoran o entran en competición con los otros minigrupos de la misma escala, segmentando gravemente la sociedad y debilitando el nivel más importante de todos: el comunitario.
También, cada día y casi a cada momento, las radios y televisiones nos informan (o sobreinforman) del número de nuevos contagiados y de fallecidos en nuestra ciudad, en Andalucía, en cada Comunidad Autónoma y en cada país del mundo. También de las, todavía escasas, altas… Es como un parte diario de muertos y heridos en una guerra. Se usa de forma insistente un vocabulario bélico, militar. Se califica de “héroes” a los profesionales de la sanidad y también, aunque en menor medida, a quienes atienden las farmacias, a los transportistas, a las cajeras y a otros trabajadores y trabajadoras que siguen realizando sus tareas cara al público (casi nadie se acuerda de quienes recogen la basura o de los carteros o de quienes siguen atendiendo a mayores dependientes o a víctimas de la violencia de género, por ejemplo). Y nos llaman “soldados” al resto de la población, que, si bien no participamos directamente en la “guerra”, deberíamos tener “moral de combate” y comportarnos conforme a los “valores” militares de la disciplina y la obediencia.
Todas estas palabras: “guerra”, “héroes”, “soldados”, “disciplina”, “obediencia”, “moral de combate”, son, sin duda, metáforas. Pero no son metáforas inocentes. Porque no se trata de poesía sino de que percibamos la realidad de una determinada manera, manipulándola. Y porque esconden una parte importantísima de la realidad misma. Porque para que exista guerra ha de haber un enemigo humano o, al menos, como hemos aprendido de las novelas y películas de ciencia ficción, unos seres con conciencia y voluntad de destruirnos a los humanos. ¿Cumple este requisito el coronavirus o cualquier otro virus o bacteria que provoque enfermedades? Nadie en su sano juicio defendería esto. Por ello, es falso que estemos en guerra, El trabajo ímprobo y digno del mayor reconocimiento, de los profesionales sanitarios y de los científicos es para conocer las características del virus y actuar contra él minimizando sus efectos sobre las personas a las que infecta. Y la colaboración necesaria de la ciudadanía tiene como objetivo facilitar ese trabajo –y el de cuantos garantizan una mínima “normalidad” en este tiempo excepcional- cumpliendo responsablemente nuestra parte, consistente principalmente en la reclusión en casa para conseguir que la epidemia se extienda lo menos posible.
En algunos casos, la utilización de la retórica militarista puede ser resultado de una sobreactuada mirada épica sobre la realidad. Pero, en otros, da la sensación de ser una estrategia política planificada para acentuar el poder de quienes ya lo tienen y quieren ampliarlo. Que el portavoz del Gobierno para este tema, aparezca en sus intervenciones televisadas flanqueado por mandos militares de uniforme (de la Guardia Civil, la Policía Nacional y el ejército) ya no es solo una metáfora sino una representación escénica que me parece fuera de lugar y que transmite el mensaje de que quienes los vemos en la pantalla somos soldados y ellos nuestros jefes. ¿Por qué, si Fernando Simón no viste la bata blanca (que es el “uniforme” de los trabajadores de la sanidad). sino que va de paisano, no hacen lo mismo los militares citados? Y, más aún, ¿por qué se da al ejército y a las fuerzas de seguridad del estado mayor visibilidad que a otros colectivos públicos que, como ellos y en varios casos mucho más que ellos, protagonizan la lucha contra el virus? ¿Qué significado tiene todo esto?
Quede claro que me parece adecuado que en situaciones de catástrofes o calamidades públicas –y esta lo es, indudablemente- las fuerzas armadas (que pagamos con nuestros impuestos) participen en misiones de ayuda a la población civil y para hacer un puente provisional si el existente en una carretera se lo llevó una arriada, o, como ahora, es preciso instalar hospitales de campaña). Pero esto no justifica un protagonismo desmedido que parecería tener otros objetivos. Ni Andalucía, ni el estado español, ni ningún país del mundo, es, ni debe ser, un cuartel ni los ciudadanos debemos convertirnos en soldados. Y lo que hay que promover no son los “valores militares” sino los de responsabilidad cívica, conciencia ética y defensa de los derechos humanos individuales y colectivos, que tienen, todos ellos, fuentes bien distintas a la disciplina y la obediencia cuarteleras.
Médicos, enfermeros y demás personal sanitario, así como otros trabajadores y trabajadoras de las administraciones públicas y de empresas privadas, demandan cada día poder disponer del material adecuado para desarrollar su trabajo. Tanto para no sufrir riesgos de salud innecesarios como para que su labor pueda ser lo más eficiente posible. Agradecen el apoyo y reconocimiento pero no quieren convertirse en “héroes”. Parecería que hay intereses a los que conviene que sí tengan que serlo. Resulta vergonzoso que España sea el país del mundo donde una mayor proporción de profesionales de la sanidad han sufrido ya contagios. Si aceptáramos que “estamos en guerra” y siguiéramos la lógica de toda guerra, estos serían nuestros “héroes”. Pero como esta no es una guerra sino una lucha contra una epidemia, ellos son víctimas (de las que sí hay responsables).
No necesitamos “héroes” forzosos sino buenos profesionales dotados con los medios suficientes para que puedan desarrollar su trabajo de forma eficiente y lo más segura posible. Como tampoco necesitamos ciudadanos reconvertidos forzadamente en “soldados” sino ciudadan@s conscientes con sentido de responsabilidad. Así que menos metáforas guerreras y más hablar de la realidad tal como es esta. Menos épica y más apoyo al trabajo diario de los profesionales. Lo contrario puede conducirnos a la aceptación de una sociedad cuartelera –ahora en nombre de la seguridad sanitaria- con el consiguiente permanente recorte de las libertades públicas. El que, en algunos casos, se esté aplicando la todavía vigente Ley Mordaza al incumplimiento de normas de confinamiento no es un buen augurio (y conste que esta crítica no justifica que cada quién pueda saltarse a capricho e impunemente las normas sanitarias en una situación como la actual, ya que tenemos otras leyes ordinarias para hacerlas cumplir).
Con respecto a las consecuencias económicas y sociales de la situación, es este un tema fundamental que es preciso debatir colectivamente con rigor. Se avecinan tiempos muy difíciles que, en lo inmediato, pueden empequeñecer los efectos que tuvo la crisis de 2008. Y es que estamos ya, aunque muchos sean incapaces de verlo, ante lo que podríamos definir como la encrucijada más importante en la historia de la humanidad. En un tiempo en el que, si no lo evitamos con transformaciones urgentes, de gran calado y democráticas, el cambio climático y las constantes agresiones a la naturaleza pueden desencadenar catástrofes mucho mayores que la actual pandemia. No es ser apocalípticos afirmar esto sino simplemente mirar la realidad sin las anteojeras ideológicas del neo(ultra)liberalismo.
Este artículo se publicó originalmente en Portal de Andalucía