Apenas terminada la segunda guerra mundial, militares aliados acompañaron a burgueses alemanes para que contemplaran con sus propios ojos la masacre cometida en los campos de exterminio. Unos se desmayaron. Otros vomitaron. Y también los hubo que no mudaron el gesto. Pero jamás olvidaré a una mujer que confesó no saber nada de lo que allí ocurría: “una noche me llegó cierto mal olor durante un concierto que achaqué a la humedad de la moqueta y a que no debieron limpiar el teatro en condiciones”. Eso dijo. Y después se echó a llorar delante de la cámara, ocultando su cara con las manos, incapaz de soportar el peso de su conciencia. Mientras gaseaban a miles de personas a cuatro kilómetros de distancia, ella se tapaba la nariz con su pañuelo de seda escuchando a Wagner.
Uno de los síntomas del coronavirus es perder el olfato. Pero también se pierde cuando te acostumbras al hedor y, con el tiempo, olvidas la razón de su procedencia. Perder el sentido y la memoria. Son muchos los “fachas pobres” que no huelen a fascismo en los mensajes que comparten y se creen como dogmas de fe. No les importa que sean mentira o que inciten al odio porque han perdido el sentido de la verdad y del respeto. No ven porque no quieren ver. No escuchan porque no quieren escuchar. Y esta enfermedad que provoca la ignorancia sólo tiene una cura: que la verdad se les clave en los ojos y les trepane los tímpanos como a esos burgueses alemanes en los campos nazis. Que la vivan en sus carnes. Quizá así vuelvan a recuperar el olfato. Justo lo que ya nos está pasando y pasará con más crudeza en Andalucía, como consecuencia de la durísima crisis económica que trae la pandemia.
Abramos los ojos. Claro que hará mucho daño en las economías de todo el mundo y, como es lógico, en todo el Estado español. Pero no a todos por igual. Por la misma razón que el virus es más nocivo cuando afecta a una persona anciana o enferma, la crisis económica se ensañará en los colectivos y territorios más vulnerables. Sin duda, Andalucía. Durante estas semanas de ejemplar confinamiento, los rescoldos de nuestro maltratado sistema público de salud y la profesionalidad de nuestros sanitarios consiguieron amortiguar la crisis hospitalaria en Andalucía, a diferencia de otros lugares del Estado como Madrid donde se había desmantelado aún más y peor. Sin embargo, las secuelas económicas en un sitio y otro son opuestas, hasta el extremo de que casi la mitad de los nuevos parados son andaluces.
Madrid no es España y España no es Andalucía. Si segregásemos las víctimas y afectados de Madrid por coronavirus del resto del Estado comprobaríamos que superan las peores estimaciones del mundo por cada millón de habitantes. A pesar de ello, el impacto que sufrirá en cifras macroeconómicas será inversamente proporcional al desastre humano, debido a que mantiene sus núcleos de poder financiero y político, aunque mucha de su gente no tenga que echarse a la boca en Chamberí o Vallecas. Todo lo contrario ocurre en Andalucía. En un escenario realista a corto plazo, España podría alcanzar los seis millones de parados, el PIB podría caer hasta el 20%, a casi la mitad la recaudación pública y la deuda se dispararía al 120%.
Partiendo de esta hipótesis, sólo en Andalucía tendríamos dos millones de parados y un millón de autónomos en la ruina, sin contar el millón de andaluces que migraron para buscarse la vida. Otro millón quedaría fuera del sistema. La economía sumergida pasaría a ser de guerra. Y ante esta situación dantesca, ¿cuáles son las soluciones que aportan los profetas del pasado? Me refiero a esta derecha y ultraderecha que se limitan a zaherir al Gobierno sobre lo no se hizo sin que en su momento ellos dijeran nada, igual que ahora nada dicen de lo que deberíamos hacer para evitar el desastre que se nos viene encima.
Para proponer soluciones no hay más remedio que partir de la realidad socioeconómica andaluza y admitir que es distinta a la de Madrid, que tampoco es la de España. En Andalucía, sólo 15 personas acaparan el 5% de nuestro PIB, más que todo el presupuesto que dedica la Junta a educación y cultura. Precisamente a estas 15 personas, y a otras tantas como a ellas, el gobierno andaluz les perdonó el pago del impuesto de sucesiones que tanta falta hace para nuestros servicios públicos, con el beneplácito de una legión de “fachas pobres” que perdieron el olfato y su conciencia de clase. En el otro extremo, más de tres millones de andaluces y andaluzas están en riesgo de pobreza y exclusión social. Tras el impacto de la crisis, el número podría ascender a cinco millones. De ahí que sea tan urgente y necesaria la garantía de un ingreso mínimo vital, generalizado y digno, a años luz del que se regula en algunas comunidades autónomas como la nuestra.
Somos muchas las personas que llevamos exigiendo una renta básica universal desde hace años. Ahora, hasta el mismísimo Papa Francisco. Bienvenida sea. Pero cuando se reconozca, quizá alivie el hambre y una probable rebelión en las calles, pero no pondrá fin a los males estructurales de Andalucía, anclada en el extractivismo de nuestro sector primario, en la esquilmación de nuestros recursos naturales, en nuestra endémica desindustrialización, en la precariedad del empleo o en la volatilidad del turismo.
Pasaremos del confinamiento por la pandemia al confinamiento de la pobreza. La solución no pasa por repartir limosna sino por redistribuir la riqueza. Que paguen más los que más tienen, empezando por la propia Iglesia Católica, poseedora del 80% de nuestro patrimonio histórico, a la que inexplicablemente se le perdonan los impuestos por sus actividades comerciales, mientras ella no perdona pasar el cepillo en cada misa, ni el sobre en cada bautizo o boda. Todos agradecemos su caridad, por supuesto, pero tras cumplir con la Hacienda Pública como hacemos el resto de los mortales. No puede ser que pagar religiosamente signifique no pagar, en un contexto de crisis tan dramático como el que estamos viviendo.
Malo es que no podamos oler el azahar, pero mucho peor es que olvidemos el aroma de la primavera. Malo es que nuestro pueblo acepte confinarse durante un tiempo para salvar esta crisis sanitaria, pero sería terrible que olvidara sus derechos fundamentales, su rebeldía como pueblo, y acepte resignadamente su destino cuando salgamos a la calle. Confío ciegamente en que nuestra memoria fraternal y solidaria ejercerá de barricada frente al paradigma del aislamiento que intentan imponernos a nivel planetario. Pero muestro mi pesimismo ante el panorama político autonómico y estatal. Nada espero de las derechas andaluzas, por más que se envuelvan en arbonaidas para ocupar el agujero negro que ha dejado el susanismo y distanciarse del discurso rancio y belicista de sus compañeros de Madrid. Y desconfío de los presupuestos generales para el año que viene, donde la inversión pública estará asegurada en aquellos territorios con fuerzas políticas en el Congreso que los respalden, no así para Andalucía. Por eso reivindico que no perdamos la memoria de la primavera, mirándonos a la cara cuando salgamos a la calle, reconociendo nuestros problemas como propios, y levantándonos decididamente para resolverlos.
Este artículo se publicó originalmente en Portal de Andalucía.