La cuestión de la calle en el periodo de confinamiento ha puesto a la vista de todos dos fenómenos muy políticos y aparentemente opuestos, como son el de la vigilancia y el de la solidaridad. Creo que sería un error tratar a estos dos elementos como una dicotomía irreconciliable. Una comunidad se basa en tanto en la solidaridad como en la vigilancia entre sus miembros, que pueden valerse de distintos mecanismos usados en distinto grado. La policía y la presión social pueden cumplir una función más próxima de lo que parecería a simple vista. Podríamos afirmar que ninguna cultura o subcultura, ningún código, ningún sistema simbólico propio de una comunidad puede existir sin cierta vigilancia normativa entre sus miembros. La idea de que, cuanto más pequeña es una sociedad, más libre es en este sentido, también podría ser errónea. Por el contrario, podría afirmarse que, en la práctica, cuanto más pequeña es una comunidad más control tiende a ejercer sobre sus miembros.
¿Es un estado una comunidad? Un estado y o una nación reivindica siempre alguna imagen de comunidad, por muy alejada que esté de ella en realidad, por eso Anderson hablaba de “comunidades imaginadas”. Es por tanto una comunidad en un alto grado de abstracción, un salto en el que extrapolamos las solidaridades que se generan a nivel local y en la vida cotidiana a una escala mayor. Los aplausos a los sanitarios y los balconazis son entonces dos prácticas espaciales que expresan elementos clave de esta comunidad-estado en la que vivimos. Por un lado, los elementos de solidaridad que sustentan la fantasía de comunidad, como sería claramente el sistema sanitario. El sistema sanitario, quizás junto al sistema educativo, es el gran común que estructura la comunidad-estado. Por otro lado, los dispositivos de vigilancia y disciplina que previenen los comportamientos que podrían poner en riesgo la comunidad. Y, por supuesto, el sistema sanitario y educativo forman parte a su manera de estos dispositivos de disciplina. Paradójicamente, en el contexto actual es la izquierda la que tiene el mayor compromiso con la disciplina que protege la comunidad imaginada. Por eso los anti-sistema son básicamente de ultraderecha. El anarquista más coherente hoy es José María Aznar, huyendo de Madrid para expandir la pandemia por la costa de Málaga, quizás saltándose los límites de velocidad y los controles.
También ha habido pequeños disturbios, e incluso batallas de baja intensidad en los barrios pobres de Sevilla o del Campo de Gibraltar. A nadie le parecerá extraño que hayan ocurrido este tipo de sucesos. Más bien habría que preguntarse por qué no ha habido más. Por qué no han pasado de lo anecdótico.
Diría que el confinamiento, más que introducir novedades en nuestro urbanismo, ha hecho evidentes aspectos que ya estaban muy presentes. El espacio urbano está preparado para cerrarse a cal y canto y las familias a confinarse de manera tan sencilla porque son tenencias sociales de largo aliento. El espacio público ha ido convirtiéndose en algo indeseable y en la calle, en los momentos de mayor rigidez del confinamiento, solo estaban los indeseables, los perdidos, los borrachos, los que buscan en la basura. Por otro lado, la casa es el lugar para las clases medias y para la clase trabajadora disciplinada. Podemos realizar nuestros consumos culturales, nuestras relaciones sociales y laborales desde casa. Puede cuestionarse hasta qué punto lo público es el espacio de la igualdad, pero desde luego el hogar es en el que se expresa mejor la desigualdad. En cualquier caso, el mundo estaba preparado para algo así, y cada vez lo estará más. La sociedad seguirá, aunque tengamos que vivir en búnkeres bajo tierra.
Otra lectura posible de esto es que la comunidad está cada vez más cercada por el individuo. El enclaustramiento no es del interés del capitalismo, que se nutre tanto de la estandarización como de la diversidad y el contacto, del consumo y la ostentación, de la constante movilidad. El enclaustramiento es un torpedo contra la línea de flotación del capitalismo tal y como era ayer. A donde irá, no sabemos. El confinamiento no es un complot del capitalismo, pero sí ha evidenciado aspectos sustanciales de este sistema, como el cercamiento al que somete al individuo. Todo está dispuesto para que el individuo sea independiente de la comunidad, cada vez en hogares más reducidos, en apartamentos más pequeños, con toda una economía digital a su disposición para operar sin necesidad de entrar en contacto con otros humanos. Cada vez hay menos posibilidad de comunidad real y cada vez hay individuos más autónomos. El aislamiento en el hogar expresa mejor que ninguna otra cosa la libertad prometida por el neoliberalismo, precisamente contra la opresión de lo comunitario.
El horrible tratamiento que se hace del espacio público puede explicarse como parte de este argumento. La alienación del espacio público se expresa en la multiplicación de los cerramientos, la supresión de mobiliario urbano, la privatización mediante veladores, la ocupación de vías y plazas por hordas de turistas, etcétera. Hoy despertamos a un espacio público con los juegos infantiles clausurados y las fuentes eliminadas para prevenir contagios, pero no podemos afirmar que esta tendencia no existiese previamente. Podríamos pensar que es parte de una alienación de la propia posibilidad de una comunidad real. La ausencia de la calle es la ausencia de relaciones cara a cara, inmediatas en el espacio, y de las solidaridades que pueden generar. Solo queda la vigilancia y personas en sus hogares, a salvo de la exposición a los otros, de los contactos indeseados, de las intromisiones.
Antes y después de la pandemia, la tendencia se dirige a la exacerbación del individuo y la destrucción de cualquier reflejo de comunidad. Podríamos lanzar la hipótesis de que, en situaciones como el confinamiento, la ausencia de una comunidad real mínimamente estable encuentra expresión en las únicas prácticas colectivas que están permitidas, por tímidas o incluso mezquinas que parezcan. De esta forma, tanto los aplausos como la vigilancia de balcón podrían ser lamentos por la comunidad perdida, por la posibilidad de intromisión en la vida del otro.