Hace un par de días me sentí algo estafado. Mi padre se sometía a una operación medianamente sencilla, pero tenía que pasar por quirófano, anestesia general, sala del despertar, etcétera. Y mientras sucedía, decidí bajar acompañado de un familiar a por unos cafés y algún dulce para acompañar la espera. Nada, tardamos cinco minutos en llegar a una pastelería-cafetería de franquicia de la calle Ancha.
Al llegar, el universo me envió alguna señal, sitio desangelado a pesar de la hora y el tránsito incesante de viajeros, los precios desaparecidos del escaparate. La chica, simpática, sin pasarse, eso sí, canon de paisana sureña dedicada al cara al público con turno partido, tampoco supo ni pudo decirme precios cuando le pregunté. No diré que no quiso, ni que su compañera hizo como la que no escuchaba ni sentía mientras preparaba los cafés, no seré mal pensado, se acababa de incorporar de sus esperadas vacaciones y tenía el cerebro sorbido de tanto mojito, trasnoche, descanso y paseo por el atardecer. Las tarifas se habían esfumado de su mente como los demás desechamos anuncios estúpidos que nos asaltan en Youtube.
De todas formas, como sabía por experiencias pasadas que el muestrario no era de una, digamos, calidad excesiva y todo procedía del congelador más cercano y, por tanto barato, elijo un pequeño surtido, tres de una variedad de tres, como recordaba y ella me indicó que venían las ofertas. De eso sí se acordaba perfecto. Todo cada tres, como los cuplés del Vera, de los precios no, pero lo de cada tres sí.
Pregunto total, una vez saco la cartera, se queda un rato pegada a la pantalla electrónica de la caja, tarda, espero paciente y cuando pienso que se ha olvidado de mí, que ha debido ponerse a mirar fotos de sus vacaciones, metida en una espiral de nostalgia de final de verano, le vuelvo a preguntar y me dice que está en ello, me repite lo de las vacaciones, su reciente vuelta, su no acordarse del todo cómo va el sistema. Su compañera tampoco acude a echarle un cable y yo le sonrío cómplice porque todos tenemos derecho alguna vez de olvidarnos de cómo funciona el mundo.
Por fin, me dice la cuenta. Me sorprendo y me chirría un poco y ya me va dejando ese sabor amargo que deja el poquito de coba. Le pago religiosamente en efectivo y me dice gracias, adiós, sin ticket, supongo que también lo olvida y vuelve a sus ensoñaciones, la vida sin rutina ni horarios ni uniforme ni sonrisas impostadas. No le reclamé por ir acompañado de un familiar mayor y no querer violentarlo, y por esa vergüenza ajena y pegajosa que sentimos a veces y tampoco quise detenerme con interrogatorios por si se le había colado en mi cuenta alguna otra mesa porque por allí no había más nadie y teníamos prisa.
Salí al exterior y lo comprendí rápido tras un vistazo al ejército de mochilas, maletas, grupos de excursionistas, guías en pleno apogeo tomando la calle. Me habían cobrado el precio turista.
Temporada alta, calle central, tipical of Cádiz, precios borrados, precios nuevos invisibles, precios hartos de pan y agua y pienso, precios tocados por un Jesús en las bodas de Canaán y cabelleras rubias, pieles rojas con bolsillos llenos. Se ha convertido ya en evangelio que hay que aprovechar el tirón de estos dos meses, las vacas gordas, exprimirlas al máximo y poner bocabajo como en un mortadelo al guiri con guita.
Y en parte lo entiendo. En parte. Pero la multiplicación y lo desorbitado y la pasada de rosca y la línea fina entre la mijita de más y sentirte timado, ya eso lo siento pero no.
Por suerte, no todos los comercios son tan caníbales e impíos con los vecinos. Si no, no habría quien saliera de sus casas a gastar sus cuatro perras. A lo mejor es el ciclo natural de un Cádiz con cada vez menos viviendas para gaditanos y cada vez más segunda residencia o retiro o especulación de tanto guashinai y no andaluces con pasta. Pero este es otro tema.
O quizá es el precio por vivir este paraíso en este paraíso. El caso es que pagué y me fui sin decir nada. Apuntándolo, claro, eso sí, porque luego, cuando los precios se desinflen y relajen para atraer a la fauna local, propia y de momento natural, que no me esperen, que no volveré. Dicen que eso es a la japonesa. Así que sayonara, baby.