El pueblo andaluz: un llamado al reconocimiento y a la valoración nacional

Los andaluces somos conscientes de nuestra identidad y de los rasgos que nos distinguen del resto de pueblos de España. Sin embargo, no parece que estemos aprovechando plenamente nuestra cultura y patrimonio, ni que reconozcamos la existencia de espacios vacíos en el conocimiento sobre nuestro pueblo

Leire Molina

Estudiante de Derecho y Relaciones Internacionales en la Universidad Rey Juan Carlos. Comprometida con la promoción de la cultura andaluza y sus reivindicaciones históricas con el objetivo de contribuir a la mejora y desarrollo de nuestra comunidad.

Sillas de tijera nazarí en la Alhambra, Granada.
Sillas de tijera nazarí en la Alhambra, Granada. MARIA BOBROVA

Los orígenes de nuestra tierra se remontan a la Antigüedad. Andalucía, tejida en el tiempo por íberos, fenicios y romanos, culmina con la llegada de los árabes musulmanes a la Península Ibérica cruzando el Estrecho de Gibraltar. Sin lugar a mucho debate, la época árabe-andalusí es la más esplendorosa de nuestra historia antigua y el momento donde germinan las más notables raíces que componen el legado cultural y patrimonial del que hoy disponemos. Paradójicamente, es la etapa de nuestro pasado que menos conocemos (o, mejor dicho, menos nos han dejado conocer). Con el triunfo de la desatinadamente llamada “Reconquista” triunfa también la imposición del olvido de lo que habíamos sido hasta ese momento: se prohíbe el andalusí como lengua dialectal, se termina la diversidad religiosa y las grandes mentes que habían sido Averroes o Ibn Hazm pasan de ser ilustres cordobeses de cuna a considerarse simples “invasores”. Cualquier elemento identitario que tenga una mínima relación con lo árabe-musulmán queda relegado por el proceso de homogeneización impuesto por los nuevos conquistadores.

La desconexión forzada de la herencia árabe nos lleva a vislumbrar destellos de una identidad propia que emergerá como sólido bastión de la historia y cultura de Andalucía. Si, como apunta Bauman, la identidad “solo encuentra su hogar natural en el campo de batalla”, podemos orgullosamente afirmar que la nuestra trasciende cualquier espacio o tiempo en particular, pues se trata del camino que al recorrerse ha forjado la base de un pueblo andaluz con personalidad distintiva y arraigada.

Sin embargo, la expresión pueblo andaluz parece distanciarse cada vez más del peso identitario que lleva consigo. No son pocas las veces que el vigente Estatuto de Autonomía para Andalucía lo menciona, precisamente en su Preámbulo, donde además alaba con sus referencias a las más contundentes reivindicaciones nacionalistas y soberanistas de Andalucía, como la Constitución Federal Andaluza (la Constitución de Antequera de 1883), las Juntas Liberalistas de Blas Infante o las multitudinarias manifestaciones del 4 de diciembre de 1977. El problema es que, con la redacción de la norma autonómica, el pueblo andaluz ha sido relegado a las minúsculas. Perdiendo nuestras mayúsculas es como hemos perdido la oportunidad de atesorar las herramientas necesarias y los argumentos más firmes para obtener el reconocimiento y la valoración de España y del mundo.

La cuestión es que esta incidencia deja al pueblo andaluz, y a todas las nacionalidades que integran el Estado español, fuera del paraguas de protección que el Derecho Internacional brinda a los pueblos y minorías étnicas. La Asamblea General de las Naciones Unidas centra sus Resoluciones en las cuestiones de identidad de los pueblos en todo el mundo, pero su enfoque se limita a la necesidad de completar los procesos de autodeterminación de los territorios víctimas del colonialismo. Sin negar el evidente carácter prioritario de estos obstáculos, es pertinente reflexionar sobre la omisión de cualquier tipo de protección autónoma o independiente para aquellos pueblos, como el nuestro, que carecen del estatus de sujeto de derecho internacional, a pesar de que el mantenimiento de su autonomía y la preservación de su identidad son fundamentales para la integración del Estado.

El panorama internacional nos dibuja un escenario que nos obliga, como andaluces, a limitarnos a usar las herramientas políticas de las que disponemos como ciudadanos del Estado español. También juega en nuestra contra la rigidez del texto constitucional en cuanto a los derechos de las nacionalidades integrantes del Estado que, por mucho que las reconozca en su redacción, nos deja un estrecho margen de maniobra para quienes con voz propia pretendemos ejercer la defensa de nuestro espíritu. 

La única alternativa viable es construir un poder político propio, respetando y participando democráticamente en las instituciones del Estado, desde el cual luchar con firmeza contra la desigualdad económica respecto a otras regiones y contra el centralismo político que toma nuestras decisiones desde Madrid. Reconociéndonos a nosotros mismos, nuestras necesidades y capacidades, es como podemos aspirar al verdadero reconocimiento y valoración nacionales.

Al menos, en parte, está en nuestras manos.

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