¡Qué incoherencia!

Periodista.

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"Ante la discrepancia, somos tan tercos e imaginativos que haremos grandes esfuerzos por retorcer la realidad para que encaje en nuestros esquemas, antes que modificar o flexibilizar los mismos".

- Hola Juan, ¿qué pasa, cómo estás?
- Muy bien, mira, ahí vengo del gym, como todos los días, tú me conoces bien y sabes que yo sin eso no puedo estar…
- La verdad es que sí, me da una envidia de verte, ojalá yo me decidiera algún día y sacara el tiempo para ir al gimnasio.
- Fran, hazme caso, apúntate ya, el gimnasio te da salud, no puede ser todo el tiempo trabajar y trabajar, ¡hay que cuidarse, chaval! Tú verás como tu cuerpo te lo agradece…
- Oye Juan, una cosita… ¿y ese cigarro? ¿Cómo es que no dejas de fumar, tío?
- ¿Fumar?... mmmm… yo que sé, Fran… es que… desde los 13 años, quillo… que digo yo que… de algo hay que morir, ¿no?... pero vamos, que esto lo dejo yo cuando quiera, ¿eh?...

En muchas ocasiones nos encontramos en situaciones parecidas. El pobre Juan se ve en un problema cuando su conducta visible es contradictoria con las ideas que estaba declarando.

En 1957 el psicólogo estadounidense Leon Festinger acuñó el concepto y la teoría de la Disonancia Cognitiva. Según Festinger, cuando una persona encuentra una contradicción entre sus ideas y sus comportamientos, se produce un estado de tensión interna (la disonancia cognitiva) que necesita resolver de alguna forma, porque parece que el cerebro tolera muy mal esto de las incoherencias. Las vías para resolver la contradicción pueden ser de tres tipos:

VÍA 1: Cambio mis ideas.

VÍA 2: Cambio mi comportamiento.

VÍA 3: Cuando no estoy dispuesto ni a lo primero ni a lo segundo, cambio la interpretación de la realidad, generando nuevos valores que hagan encajar de alguna forma lo ocurrido con mis supuestas ideas.

Esta tercera vía es la que toma nuestro amigo Juan del ejemplo anterior. ¡Y se da muchísimo en nuestro día a día! Ante la discrepancia, somos tan tercos e imaginativos que haremos grandes esfuerzos por retorcer la realidad para que encaje en nuestros esquemas, antes que modificar o flexibilizar los mismos.

Estos esfuerzos por convencerse a uno mismo o convencer a los demás de lo coherentes que somos generan en ocasiones situaciones ridículas, ya que el cerebro busca desesperadamente reducir la tensión de la incoherencia detectada.

Imaginen que soy escritor, y que me considerara, además, un grandísimo novelista de masas en potencia. Decido prepararme a fondo para escribir una novela, la mejor novela posible. Invierto muchísimo tiempo en estudiarla y escribirla, y finalmente, orgullosísimo de mi resultado, la presento al Premio Planeta. Pero vaya, no lo gano. En mi cerebro se activa una alerta, un estado de tensión desagradable… ¡disonancia cognitiva a resolver!

Si tomo la primera vía, tendré que admitir que no soy buen escritor. Al menos, no al estilo “Premio Planeta”. Pero tener que admitirme eso no me gusta… Si tomo la segunda vía, aceptaré que no he ganado y revisaré la creación de mi novela, viendo en qué he fallado y cómo puedo mejorar mi escritura para hacerla merecedora de mi autoconcepto de “gran novelista”. Pero si tampoco estoy dispuesto a eso, tomaré la tercera vía, y me diré a mí mismo (y a los demás) frases del tipo “este concurso está manipulado, premian al que le da la gana”, “seguro que ni siquiera se leen todas las novelas”, “son unos tarugos, no saben apreciar el verdadero arte”, “en realidad, ganar el Premio Planeta no tiene mucho mérito”, etc. etc.

Pero existe una cuarta vía, que me parece interesante, y comparto con vosotros. Ya que sabemos que nuestro cerebro nos juega malas pasadas comportándose como un “dictador de coherencias”, ¿qué tal si nos aceptamos como incoherentes? Puede que nuestro cerebro sea tozudo, pero la realidad es mucho más tozuda aún, y nos muestra evidencias diarias de nuestra tremenda capacidad para contradecirnos. ¿Por qué no aceptarlo, sin más? Soy incoherente, es un hecho probado, y defender lo contrario no es otra cosa sino engañarme.

Quizás la cuestión consista en revisar eso de tener “ideas” o autodefinirse de alguna forma. Entender que ser nacionalista, de izquierdas, cristiano, patriota, ecologista, defensor de la vida, deportista, o lo que sea, no es más que una abstracción de un deseo, una aspiración; un proyecto de ser persona, y no una realidad objetiva invariable y completamente establecida que atañe a todo comportamiento o frase que salga de mi boca o de mi teclado.

Si en lugar de decir “soy de derechas”, dijéramos “hay algunas ideas de derechas que parece que integro bien”, o si en lugar de decir “soy ecologista” dijéramos “me propongo comportarme como un ecologista”, o si en lugar de decir “soy deportista” dijéramos “me gusta practicar deportes”… Igual la disonancia cognitiva no tendría mucho que hacer, y sufriríamos menos.

En definitiva: acepta tu imperfección, eres mucho menos (y mucho más) que esas super-etiquetas que has elegido para definirte, y si lo piensas, en realidad no las necesitas para nada, ya que te generarán tensiones internas absurdas. Tú eres TÚ, con tus valores, tus imperfecciones, tus deseos, tus huellas, tus incoherencias, tus miserias y tus triunfos. No puede haber nada que te defina mejor.

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