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Hoy se celebra San Antón, así que toca hablar del que ostenta la corona de la fauna doméstica. Ese ser fiel y leal de cuatro patas, trufa húmeda y mirada triste sobre el que nuestro conspicuo escritor Pérez Reverte ya ha vertido ríos de tinta. Así que me voy a centrar simplemente en mi experiencia social como propietario de can desde que hace poco más de un año decidiera dejar a la susodicha mascota invadir mi espacio vital, crearme unas —ya saben, sacarlo tres veces al día llueva, truene o caigan chuzos de punta— y gastos que no necesitaba y llenarme de pelos toda la casa. Todo sea dicho desde el respeto y el cariño a mi perro, con el que paso momentos increíbles y que me compensa de sobra los sacrificios mencionados.

Lo que me ha permitido descubrir mi nuevo estatus ha sido, básicamente, que en la sociedad hay dos tipos de personas: los que aman y los que odian a los animales. Jamás imaginé que el punto medio fuera tan difícil de encontrar en este caso. Qué arduo resulta reconciliar a veces las dos posturas. Hacerle entender a alguien que, aunque los canes deben ir siempre atados por ley, llevarlos así genera mayor tensión y agresividad a largo plazo, además de que les impide disfrutar de sus paseos. Es de sentido común que si llevas a tu mascota suelta es porque no va a atacar a nadie y porque estás pendiente de ella. Y al final lo que impera en estos casos es la cordura del dueño.

Por supuesto que no estoy defendiendo que se trate a los animales como personas ni que el propietario pueda hacer lo que le venga en gana. Estoy simplemente rompiendo una lanza a favor de una convivencia que se antoja necesaria, más teniendo en cuenta que no creo que en el futuro se vaya a revertir la tendencia de buscar compañía no humana —y no hablo de cyborgs—. Me permito el atrevimiento de dirigirme a algunos padres que no ven más que una piraña peluda y agresiva, amén de un foco de gérmenes, cuando el cuadrúpedo en cuestión toma contacto con sus vástagos: al final, quieran o no, van a tener que convivir con ellos, así que no creen canófobos —o como se diga—.

Con la excusa de San Antón, amantes y detractores de los animales, me permito sugerirles que se den la mano y hagan esta convivencia posible todos los días. No dejen que el parque González Hontoria se convierta sólo hoy en el arca de Noé. Hay otras 364 jornadas y a los afortunados dueños de mascotas nos toca sacarlos, al menos, tres veces en cada una.

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