Perdóname por haber tardado tanto en escribir. Te costará creer que alguien como yo, tan dado a la expresión, lleve casi un año sin publicar una palabra. He pasado una mala racha y, hasta ahora, no he sido capaz de reunir la fuerza suficiente para enfrentarme a la terrible inmensidad de este papel en blanco.
Me gustaría poder decirte que todo ha cambiado desde que te fuiste, pero no voy a engañarte. Cada vez somos menos y estamos más frustrados. Muchos compañeros apenas han trabajado un par de semanas en toda la temporada y los pocos que quedamos vivimos siempre con el hacha sobre el cuello.
Como sabes, la nueva moda es cuadrar los presupuestos a golpe de tijera. Que los trabajadores hagan cada vez un poco más, cobrando un poco menos. Así que, como te puedes imaginar, por mucho que trabajemos cada vez nos cuesta más llegar a fin de mes.
Entiendo que para una gran empresa no sea difícil excusarse diciendo que no hay trabajo. Que si no se vende no se necesita producir. Que año tras año se acumulan pérdidas millonarias, reales o ficticias. Que cuantos menos trabajadores haya, más lucrativa será su actividad…
Lo triste es que ese discurso lo suelten, desde un coche de lujo y con los bolsillos llenos, a quienes se rompen la espalda para que ellos se enriquezcan. A hombres, hechos y derechos, que se ven obligados a hacer malabarismos para mantener a sus familias. Hombres, que viven siempre pendientes del teléfono, esperando que este año sea el bueno y puedan trabajar seis o siete meses. Hombres que han terminado por convertirse en esclavos de su propia necesidad. Siervos arrodillados ante unos amos que les dan el trabajo como si de una limosna se tratase.
Amos que, aunque hagan mal su trabajo, son premiados frecuentemente con despachos y mejoras salariales, mientras a sus empleados se les señala la puerta con el dedo. Ante esta perspectiva, pocos son, en mi opinión, los casos de baja por depresión que se conocen. Quizás por miedo o por vergüenza, o simplemente porque es más fácil “ver, oír y callar” que levantar la voz y señalarse.
Y es que no creo que ningún trabajador, en mayor o menor grado según su posición y sueldo, esté contento en estas condiciones. Por eso, quien ve la mínima oportunidad hace las maletas y se va. Y por eso aquel que vuelve suele hacerlo con el rabo entre las piernas.
Porque nadie se siente valorado, porque la estabilidad se plantea como una meta inalcanzable. Porque nos han robado la ilusión de labrarnos un futuro en este infierno, que para muchos es nuestra segunda casa, pues entramos siendo niños y es donde hemos visto consumirse más de la mitad de nuestras vidas.
El que se queda y lucha sabe que le aguarda un porvenir incierto y la acuciante necesidad de someterse a los mecanismos del sistema. Es por este motivo que los despachos se rebosan de informantes zalameros, parásitos ansiosos de ascender a costa de trepar sobre las espaldas de sus compañeros. Ratas que rehúsan a escapar de un barco que se hunde.
Y para complementar esta actitud rastrera, hay quien se vuelca en la búsqueda incansable de medallas: La autoexigencia caníbal por satisfacer al jefe en sus más locas exigencias, aunque esto suponga un atentado contra la integridad física y moral, tanto individual como colectiva. Actos que, más temprano que tarde, acarrean, como por desgracia sabes, fatales consecuencias.
Por otro lado, también existe el caso de quien no tiene que mover un solo dedo para ir subiendo peldaños. Generalmente rémoras que se benefician de que otros, que deberían defendernos, hayan malvendido los pocos derechos que teníamos a cambio de favores a allegados, familiares o amigos.
Te enfurecerá saber que este verano, sin ir más lejos, le dieron el puesto que debería haber sido para mí al hijo de uno de los jefes y volvieron a intentar mandarme, una vez más, a aquella máquina en la que tú también estuviste. Esa de la que me dijiste, en más de una ocasión, que “cualquier día se cargaría a alguien”. Te juro que cuando me lo dijeron me temblaron las piernas y se me hizo un nudo en la garganta.
No es mi intención morder la mano que me alimenta, pero debo decir que cuando expuse mis motivos, me amenazaron diciéndome que muy probablemente me quedaría sin trabajar si me negaba y me gritaron que “no estaba en condiciones de exigir”. En fin, la típica estrategia del negrero que sabe que la necesidad del siervo lo doblega.
Por suerte, quiero creer que en cierto modo gracias a ti, conseguí que me mandasen a otro departamento. A un puesto también penoso, todo hay que decirlo, pero en el que al menos no he sufrido tanto esa sensación de estar ocho horas jugándome el pellejo. Aunque, como ya sabes, el peligro nos espera en todas partes y cualquier máquina puede acabar por robarnos la vida de un plumazo.
No puedo negar que tu ausencia ha dejado en mi pecho una herida abierta para siempre.
Y aunque algún que otro jefe me repita que “hay que ir olvidando esas cosillas, porque no se puede trabajar con miedo” o que no trabajar la noche del accidente ya fue “suficiente respeto a tu recuerdo”, no podré olvidarme nunca de tu rostro, de aquel brillo que escapaba de tus ojos, ni de las últimas palabras que cruzamos.
Ni tampoco de la forma en que muchos te trataron, sin sensibilidad alguna, como si fueses un árbol caído en medio de una vía que había que apartar para que el tren siguiese su camino.
Tal vez no te lo creas, pero, por increíble que parezca, fue a mí a quien pidieron que retirase la máquina homicida del lugar de los hechos. Porque “había que ser fuerte”. Fue a mí a quien pidieron que consolase a tu pareja. Como si hubiese consuelo posible ante este atraco a mano armada que aún hoy no alcanzo a comprender.
Lo más inexplicable es que me lo pidieran sabiendo que la vida se te escapó de entre mis brazos, que lo di todo para volver a traerte con nosotros, que fue mío el último soplo de aire que recibieron tus pulmones. Tan inexplicable como que me dijeran que me había portado como un héroe... mientras yo seguía clavando la rodilla como un siervo.
Será porque el miedo es más fuerte que el orgullo y la necesidad del pobre le cierra boca y confunde sus recuerdos. O porque el poderoso piensa que no hay nada que no pueda comprar con su dinero. Como si un puñado de billetes manchados de sangre pudiesen traerte de regreso.
No. No puedo quedarme callado. Porque sigo soñando con aquel día muchas noches. Porque no dejo de pensar en lo poco que habría costado hacer las cosas bien. Lo poco que habría costado revisar aquellas máquinas. Lo poco que habría supuesto atender a las observaciones de quienes trabajábamos con ellas día a día. Y recordar que la seguridad, como tanto nos repiten, debe estar siempre por encima de la producción y que todas las medallas terminan oxidándose.
Pero si algo me has enseñado, a pesar de lo que digan algunos jefes y psiquiatras, es a no olvidar. A defender la verdad, a no dejarme amordazar por temor a las consecuencias. A no malvender mis derechos. A entender que ser precavido no es ser cobarde. A luchar. No por un jefe o una empresa, sino por no tener que volver a pasar mil veces por lo mismo. En fin, para poder volver a trabajar sin miedo.
Nunca te olvidaremos. Descansa en paz, amigo.
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