El pueblo andaluz nunca debe renunciar a su propia historia como parte de sus legítimas aspiraciones. Aunque cambien los tiempos y se renueve el etnocentrismo religioso, la pretendida unidad política (o mejor decir, la uniformidad centralista), y en definitiva, el integrismo cultural, social, político y científico. Ocurre que, aún en democracia, existen calculadas argumentaciones que pretenden negar nuestro singular Medievo y, con él, salvaguardar neciamente cualquier atisbo de lo que algunos entienden es contaminación étnica, cultural y religiosa. Convirtiendo así dicho concepto recuperador, más ideológico que historiográfico, en un matiz del supremacismo español más rancio bajo dimensión extranjerizante e invasora, nacional-catolica, monárquica y centralista. En definitiva, equiparándolo a la dimensión más casposa de eso que algunos llaman identidad española, y que no esconde sino la negación de la existencia de la andaluza. Veamos.
Las hagiografías de Pelayo y sobre la Santina de Covadonga en la primera de las reconquistas, vienen a justificar un objetivo político que percibe la guerra contra un supuesto invasor forjando la primera piedra de la unidad de España y la Europa cristiana. En esta piel de toro, parece que nadie se convirtió al Islam y, de hacerlo, todos lo harían obligados; contrariamente, dicho sea con toda ironía, a cuánto a pensar y actuar observaron los caballeros cristianos castellanos a tantos judíos o moriscos. Según esta percepción, Al-Andalus representó ocho siglos denostados de una mera casualidad histórica: una visión ideológica justificatoria para una guerra de conquista que dice enlazar con el periodo visigodo e instauraba una supuesta unidad -política y religiosa- de España. Curioso es que, en aquel tiempo, nunca se usara esa palabra y, de hecho, solo fue comenzada a utilizar siglos.
Más tarde vino la segunda ola de una reconquista un 18 de julio, justificada por el patriotismo de gran parte del ejército. Hordas laicistas, separatistas y parlamentarias, según los golpistas, ponían en peligro la existencia de España. Aquel estamento castrense, que todavía hoy acompaña pasos y tronos en actitud protectora haciendo una ostentosa exhibición militarista y poco cristiana, se erigió en salvaguarda de una patria -la suya- abrazando el catolicismo más integrista y la ideología más totalitaria como elementos justificadores de su respuesta inconstitucional. Son los llamados “ritos de victoria” que aún proliferan en una semana santa cada vez más militarizada, privatizada y clasista: alimento siempre de los sectores más reaccionarios que, además, se creen embajadores del mensaje de Jesucristo.
En ambos casos citados, la distancia de lo que verdaderamente pasó con lo que dicen algunos que sucedido, no significa más que una interpretación interesada. Más ideológica que historiográfica; más fabulada que verdadera: hoy por hoy no solo es imposible -para algunos- evitar el uso de dicho concepto o reconocer su evolución, sino que siempre va unido a lo que algunos entienden como unidad nacional, restauración del catolicismo y demás ensoñaciones imperiales de carácter excluyentes y dogmáticas.
Pero hay un tercer mito que se alimenta hoy. Alimentado por el postfranquismo neofascista. Asistimos hoy a la restauración de pelayos y queipos de llanos por las esquinas. Aquel que sigue buscando el origen de España en Adán y Eva. Aquel que acusándole infundadamente de islamita o muladí, quiere descalificar a Blas Infante de la forma más islamófoba. Aquel que usa la historia como gasolina para una noche de cuchillos largos que sin pudor desean. Ese sentido belicoso y libertador con el que algunos se transforman queriendo asumir sobre sus espaldas las características únicas, supuestamente más puras y sanas de todo lo español.
Para estos tres mitos, Andalucía representa un territorio de nueva conquista de la que brota la retórica de su nueva España que solo existe en sus ensoñaciones. Empeñados en vincular la Andalucía de hoy con el infame dos de enero de los Reyes Católicos o del Santo Fernando III, su relato esconde un peligroso discurso que, además de simplista, anacrónico e impropio de una democracia en la que no creen, implica un uso perverso de unos hechos que ha traído dolor y persecución a estas tierras.
Esa falsa bandera que engatusa al electorado más reaccionario, nacionalista español y xenófobo, nunca resolverá los retos que tiene esta Andalucía ni redimirá esa España en la que solo caben ellos. Los andaluces y andaluzas somos un pueblo de paz y esperanza, que aprendiendo de los errores de la Historia quiere volver a ser lo que fuimos: una tierra que con libertad, civilización y tolerancia que irradió por sí, progreso a toda la humanidad. Pese a quien le pese.