Parecía inofensiva. Incluso, venerable. Poco menos de un metro y medio de altura, menuda, pelo corto perfectamente enlacado e inexpugnable a cualquier ráfaga de aire, gafillas de pasta y unos pendientes de perlita pegados al lóbulo de las orejas. Clásica. Completaba su atrezzo con un abrigo de mediana calidad y unos zapatitos planos de esos descansapiés. La edad, no sabría definirla con exactitud, pero más rondando los 70 que cualquier otra.
El camuflaje era perfecto. Tanto es así, que si me la llego a encontrar en el Mercadona, por ejemplo, con un paquetito de arroz, le cedo el paso en la cola de la caja. Sin dudar. Si en un autobús, el asiento. Es más, si me la encuentro en las inmediaciones de la plaza de la estación y me pide el euro que le falta para coger el autobús a Arcos o el tren a El Puerto, se lo doy. Con los ojos cerrados. Pero ayer estábamos en la cabalgata. Y eso, lo cambia todo.
Les pongo en situación. Aunque no me gusta la tauromaquia, yo en las cabalgatas de Reyes me posiciono como los toreros buenos, casi a pies juntos, no me salgo de un cuadradillo imaginario del suelo, así que me dedico más a esquivar que a recoger caramelos. Si me cae alguno cerca, lo recojo, para entusiasmo de mi hija pequeña, que ya son muchas las cabalgatas que lleva una encima y los fabricantes de caramelos que surten a las confiterías y supermercados también tienen que vivir el resto del año.
Pero ayer, los Reyes Magos querían darme un adelanto de lo que me dejarían en casa por la noche así que fueron tan generosos como para lanzar directamente a mis manos un peluche envuelto y todo en su papel de regalo. Repito, no fueron caramelos, la tradicional pelota de goma, la otra pelota que se lanzó este año, como con pelos amarillos,… no, no. Un peluche en papel de regalo caído como el maná directamente sobre mi cabeza. La cosa es que cuando ya lo tenía en las manos y uno de mis hijos, 20 centímetros más alto que yo, sujetándolo conmigo, llegó ella.
Nadie puede imaginar la fuerza que impulsa la ilusión de una abuela por hacerse con un regalo de la cabalgata para sus nietos. No sé si existirá una fórmula de la física, de esas que miden la fuerza que hay que desarrollar para ejercer no sé qué impulso… Si existe, ella la puso en práctica con resultados extraordinarios porque, de repente, se transmutó en Rambo y me arrancó el peluche de las manos con tal fuerza que sólo me dejó con el papel.
Incrédula, no. Lo siguiente. Tanto que mi queja, lamento, pregunta —¡pero si lo he cogido yo!— sonó tan ridículo como inefectivo. Le di el papel de regalo, para que completara el obsequio, pero lo despreció de un manotazo, mientras con la mano libre colocaba el peluche a una de sus nietas. En sus ojos, el brillo de la victoria.
El placer de conseguir un objeto lanzado por una mano poderosa se reproduce en las masas desde hace miles de años y se incrementa si nos hacemos con él en lucha encarnizada contra un igual. Funciona, sean panes, chorizos, monedas, caramelos o un peluche de cinco euros. Feliz Día de Reyes.
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