La reinvención del sistema

Ha pasado el tiempo y, en realidad, lo visto en estos casi cincuenta años es un festín donde los hijos heredan de los padres tanto el poder como la clase social

Patrono de la Fundación Blas Infante, miembro del Centro de Estudios Históricos de Andalucía y del Instituto de Identidad Andaluza.

Una concentración por el 15M en Andalucía.

A finales del mes pasado, el presidente del gobierno se tomó cinco días de asueto para decidir si continuaba al frente del ejecutivo o dejaba descansar a la ciudadanía. En realidad, la cosa no fue muy dramática porque prácticamente el país entero tenía clara la resolución final, reafirmándose mucho más en su apreciación cuando escuchamos los gritos histéricos de una ministra clamando que debían ganar “los buenos”.

Poco tiempo después me ofrecieron la oportunidad de colaborar en este medio de comunicación y no fueron necesarios ni cinco minutos de meditación para decidir aceptar la oferta. Precisamente se trataba del día internacional de la libertad de prensa y, después de visto lo visto, me parecía obligatorio aportar mi pequeño granito de arena para, antes de que ocurra algo tan terrible como previsible, contribuir a la lucha en favor de una prensa libre y si, además, podía hacerlo trabajando por Andalucía, mejor que mejor.

No está mal expresarse en un medio que se define como libre e independiente y sus periodistas como dueños de su redacción y de su periódico. Libres para poder contar “historias periodísticas en andaluz desde, por y para Andalucía”. No está nada mal para un andaluz de conciencia, aunque en esta primera ocasión les hable de la capital del reino y de su gobierno porque, en mi opinión y aunque la frase suene muy manida, cuando la metrópolis estornuda, Andalucía coge una terrible bronconeumonía. Algún día nos inmunizaremos y todo cambiará, mientras tanto, y evocando a Blas Infante, se hace necesario intentar que el pueblo andaluz conozca “su verdadera historia y esencia”. Ya llegará el momento.

Les cuento. Hace mucho, mucho, tiempo, – octubre del 75 por más señas – me encontraba con unos amigos en la Plaza de la Ópera de Madrid, cuando de la boca de Metro situada en el centro del lugar, comenzó a salir una multitud enardecida en dirección a la cercana Plaza de Oriente esgrimiendo banderas, pancartas y gritando “¡franco, franco, franco!”. Los pelos – por aquel entonces los tenía en abundancia – se me erizaron y no dudé en bajar a la estación y tomar el primer tren que llegó en dirección contraria. 

Cuando falleció el general bajito de la voz atiplada, a la sensación de placidez, sumé la seguridad de que nunca más volvería a ver tan denigrante espectáculo ni a escuchar aquel tipo de griterío. Y, como siempre me ha sucedido en la vida, me equivoqué. Ahora, hace pocos días, ya no estaba en la plaza madrileña, sino en mi apacible sillón de jubilado ante el televisor, cuando otra vez volví a ver banderas y pancartas y a escuchar gritos parecidos: “¡pedro, pedro, pedro!”. Y, de nuevo, los pocos pelos que aún guarnecen mi arrugado cuerpo volvieron a ponerse de punta y, de nuevo, intenté escapar, aunque en esta ocasión no logré encontrar un medio de locomoción apropiado que me llevara en dirección inversa. Estaba viviendo un “déjà vu” espeluznante con características redivivas, sin saber cómo salir de la situación.

En el primer evento me explicaron que los manifestantes luchaban por preservar la nación como la “reserva espiritual de occidente”, ahora, lo hacen para proteger al país en “defensa de la libertad y la democracia”. Y yo, con cara de asombro y expresión de desconcierto. Siempre excluido del sistema y en desacuerdo con los antisistema, ni antes entendí nada, ni ahora me creo nada. Una y otra vez tropiezo con gente asegurando luchar en mi nombre por algo que constituye el sentir de mi vida – la libertad – y aunque les repudio porque ni los quiero ni les necesito, nunca transigen. 

Ha pasado el tiempo y, en realidad, lo visto en estos casi cincuenta años es un festín donde los hijos heredan de los padres tanto el poder como la clase social. Cambiar todo para que nada cambie. Los presidentes de gobierno siguen veraneando en Doñana, los conmilitones, los adyacentes y los nepotes campan a sus anchas y los curritos – y las curritas, nunca se nos olvide – luchando para que el final de mes sea capoteable. Y es que, se hace necesario reconocerlo, como decían los crédulos seguidores del extinto 15 M: “No hay pan para tanto chorizo”. 

Ya sean diestros o siniestros, siempre es lo mismo, nos hacemos ilusiones para luego encontrarnos de frente con la pétrea realidad rompiéndonos la cara con su materialismo descarnado. 

Cuando el actual presidente tomó el poder, algunos expertos aseguraban que se encontraba verde para afrontar la tarea, yo, discrepante como siempre, aseguraba, y continúo asegurando, que lo encontraba, y lo encuentro, maduro, muy maduro, demasiado maduro.

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