"Cualquier orden es un acto de equilibrio de extrema precariedad".
(Walter Benjamin)
La Tierra es unos 100 trillones de veces más pequeña que el Universo. Un hombre aislado ocupa 0’15 metros cuadrados, de los 510 millones de kilómetros cuadrados de la superficie de la Tierra.
Valgan este par de datos para sugerirnos la presencia en el mundo de lo macro y lo micro, lo global y lo local, lo gigantesco y lo enano. No obstante, no es intención de este humilde escritor diletante detenerse en datos cuantitativos, ni tratar de alcanzar el menor grado de rigor científico. Solo pretendo trazar a vuela pluma algunos rasgos de tipos humanos inventados, de una forma más cercana a la retórica que a la ciencia. Estos tipos humanos nada tienen que ver con las tallas físicas, por ejemplo, de las camisas: S, M, L, XL, etc, sino más bien con rasgos de carácter o de personalidad. Y aquí sí que tenemos tres tallas: "El encogío", "La media" y "El estirao".
Pues bien, nuestro hombre entrañable de esta historia era un vecino de una ciudad del Sur. Se llamaba Lucio Merluzo, aunque los vecinos del barrio lo apodaban "El encogío" porque era la mínima expresión de ser humano. Pequeñito, redondo como una bolita que en cualquier momento se pudiera echar a rodar y desapareciera. Arrollado sobre sí mismo, encorvado, con la cabeza y la mirada clavada en el suelo. Solo para contrarrestar su chepa se tensionaba y así podía mantener el equilibrio.
Tenía treinta y cinco años. Trabajaba de eventual en una bodega. Delgado como un sarmiento, callado e introvertido, lacónico de verbo. Andaba con una zancada corta, rígida, lenta.
Nuestro hombre se enervaba ante la presencia de otros seres y se amilanaba ante cualquier autoridad. Tenía por costumbre agachar la cerviz o sacudir la cabeza hacia delante afirmativamente, mecánicamente, a modo de un viejo complaciente. Se cohibía ante la presencia femenina, misteriosa y erótica. Evitaba cruzar la mirada, se reía inquieto, se le secaba la boca, sudaba. Era corto de ánimo.
Su personalidad se había ido achicando tanto que ya no era sino un punto invisible en el universo, acaso el imperceptible átomo. Se contrajo de tal manera que corría el riesgo de que los demás no lo vieran, o acaso aún peor, que no se viera ni él mismo. Mientras la mayoría de los hombres se preguntaban "¿Quién soy yo?", él era incapaz de verse, de describirse. Acaso una idea. En ocasiones un sentimiento. Poco más.
Este apocamiento de "El encogío" se produjo poco a poco, casi sin darse cuenta. Rehuyendo las dificultades de la vida. Narcotizándose con el omnipresente fútbol. Cumpliendo con humildad religiosa los ritos sagrados, En ocasiones se sentía como ausente del mundo. Y así pasaban los días.
Como agazapado, para que nadie lo viera. Justamente por eso, por pasar desapercibido, como la figurita interior más pequeña de la matrioska, conjunto de muñecas rusas encajadas unas dentro de otras. Sobrevivía secretamente como si no tuviera ni nombre. Como un vagabundo, como un indigente, ignorado por todos; una isla en un universo hostil. Un hombre sin recuerdos ni huellas: ni pasado, ni presente, ni futuro. Un hombre espantado de su soledad; con mucho miedo, sobre todo, de sí mismo. Con un cuerpo desvalido y un alma extraviada.
Pero Lucio no quería ser vagabundo. Se encogía de hombros como dando a entender "que no quería saber nada, que pasaba, que le daba igual todo. Que no quería pensar, que no quería decidir. Que prefería dejarse arrastrar por la vida". Y así, se fue acomodando a una zona de confort cada vez más corta de expectativas, amodorrado como un muerto viviente.
En realidad, nuestro hombre era un "enano mental", más seguramente un "enano moral". No es que le faltara volumen cerebral. Ni de que tuviera "menos" mente. Por el contrario, era inteligente, su altura intelectual era suficiente, pero elegía pensar poco, no ir más allá; no lo necesitaba, vivía feliz. Ya sé que no se dice “enano mental” sino "persona con discapacidad intelectual", pero nuestro "enano mental" no tenía discapacidad alguna, solo que se negaba a utilizar la inteligencia que poseía y en el camino perdía parte de su personalidad, de su ser.
Sin embargo, un sábado por la mañana, estando sacudiendo con un plumero el polvo de una pequeña biblioteca de cinco o seis tomos que le había dejado un tío suyo, eligió un libro y se sentó en un butacón a hojearlo. Se trataba de El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Se sintió alegre y relajado porque cambiar de actividad lo animó y le refrescó la mente. ¡Ya estaba saturado de fútbol! Se sirvió una copa de vino de Jerez y se puso a leerlo.
Lo primero que le llamó la atención es que el principito para volar y salir de su asteroide, de su pequeño planeta, se unió mediante unos hilos etéreos a una bandada de pájaros silvestres que lo impulsaron.
Más tarde le llamó la atención lo que el zorro le dice al principito: "Lo esencial es invisible a los ojos. Los ojos están ciegos. No se ve bien sino con el corazón". Lucio se llevó el dedo índice a los labios, miró en derredor y pensó. No se ve con los ojos. Se ve con la mirada, compasiva, emocionada, a los ojos expresivos del otro. Hace tiempo que no me veo, porque no me miro. Me juzgo mal. Hace tiempo que no me ven, tal vez mi rostro es huidizo. ¡Huye de los hombres que no te miran a los ojos cuándo te hablan! ¡Son duros, violentos! ¿Acaso soy feroz, agresivo? Yo, como la mayoría de los hombres, no sé lo que busco, lo que quiero de la vida. Tal vez no espero nada.
Se levantó. Se puso el chaquetón y la gorra. Se dirigió al bar al que acudía con frecuencia. Se sentó en el rincón, en la misma mesa de siempre. Continuó leyendo. El zorro le habla al principito. "El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante… Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa". Y el zorro añade: "… Si quieres un amigo, ¡domestícame!... Mi vida se llenará de sol" "…Si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo".
"El encogío", echándose para atrás en la silla, pensó que no tenía amigos y que no entendía bien qué era "domesticar". Buscó: "hacer tratable a alguien que no lo es, moderar la aspereza de carácter". Me he vuelto hosco, huraño. Solo cuando escuchamos y atendemos con el corazón a los otros nos sentimos en compañía. Deseo saber que hay un ser que me ama en alguna parte. He perdido la confianza. Necesito proyectarme, salir del desaliento, del abismo. Hacer crecer mis posibilidades, mis expectativas. Sin equivocarme en el camino, sin dejarme engañar por las apariencias.
Con el puño cerrado en la mejilla y el brazo acodado en la mesa sigue pensando. Soy un hombre frágil, débil, vulnerable. Quiero tener amigos. La amistad sosiega, pacifica, ablanda. Dicen que nace de afrontar vivencias en común. Que los amigos de juventud nunca se olvidan. La amistad es como un segundo nacimiento, en este caso comunitario, a la vida.
Siguió leyendo. Una señora que estaba sentada enfrente levantaba la mirada y observaba a Lucio detenidamente. Luego dibujaba en un cuadernito lo que veía. Era morena, el pelo corto, unos cuarenta y cinco años. Sonreía y esbozaba los detalles. Lucio se dio cuenta y sorprendido se ruborizó. Ella acabó su té, cruzó el salón y le dijo: “Espero que no se haya molestado porque haya tomado algunas notas. Me gusta pintar y su imagen leyendo me ha traído recuerdos”. Lucio, casi mudo, le indicó por gestos que podía sentarse.
"Todos tenemos una reserva de fuerza interior insospechada, que surge cuando la vida nos pone a prueba".
(Isabel Allende)