Tengo una terraza pequeña con muchas plantas, todas muy verdes y algunas con muchas flores. Es raro que se mueran, porque aunque las cuido con relativo mimo, la luz del sol directa por la mañana e indirecta por la tarde hace que mi terracita sea un vergel en medio de la gran avenida donde vivo. Me parece que el secreto de mi éxito floral tiene menos que ver con las veces que las riego o las canciones que le canto (bajito, porque mis vecinos me caen muy bien y no tienen por qué sufrir atentados musicales vespertinos en días alternos) que con la posición que ocupan en esos 5 metros cuadrados.
Esta semana escuchaba en un taller de meditación impartido por el gran maestro chileno Gonzalo Brito, y facilitado por mi adorada maestra Pilar Ariza, que en la sombra nos reconocemos y en la luz nos expandimos. Mis plantas son ejemplo claro de ello. Y yo. Y tú, supongo. Y todos, en realidad.
Pensando en ello me doy cuenta de lo poco que nos gusta la sombra con lo necesaria que es. No hablo de la que da la sombrilla en la playa o en un chiringuito, ni de la que pone el Ayuntamiento de Sevilla en el Corpus en la plaza San Francisco, faltaría más. Hablo de la sombra personal, de los momentos en los que te descubres en un pozo profundo oliendo a humedad y solo cerrando los ojos intuyes la salida. En el chiringuito necesitas camuflar tanta luz que molesta, en el pozo se camuflan los picos de piedra a los que agarrarte para llegar a la superficie; al final todo es un juego de luces y sombras, de descubrirse y ocultarse.
Volviendo a mis plantas, hay una que me gusta especialmente. Es una alegría de la casa que me regaló una persona a la que quise mucho. Tiene unas flores de un rojo tan vivo que llena de energía no solo la terraza, sino todo el salón. Mi alegría se perdió un par de veces, una porque un cachorrito que acogimos creyó que era buena idea comerse las hojas y reducirla a cuatro ramitas canijas. No daré datos escatológicos porque ni está bonito ni aun le ha llegado la hora al cachorrito de ser el protagonista de un texto, quédate con que a mi alegría, de alegre, solo le quedó el nombre.
La segunda, porque me fui cuatro días en verano y el riego improvisado en botellas de plástico perforadas no funcionó especialmente bien. Cuando a la vuelta nos asomamos al ventanal de la terraza, el rojo intenso había mutado a marrón pardusco. Aun así le canté y la regué como siempre, sin darla por perdida. Y un buen día, un par de semanas después, mi alegría volvió a ser alegre. Y tanto lo fue que en la luz se expandió y sus raíces se enredaron en las de un geranio que tenía en el mismo parterre y lo asfixió. Mea culpa, no le di su sitio a ninguno de los dos y como en los documentales de animales, el fuerte se comió al débil y además hizo que la terraza luciera más roja.
En mi afán de hacer de lo diario algo trascendente, pienso en la alegría, así en general. En momentos de luz a los que le anteceden y siguen momentos de sombra, en los de no controlar la energía e invadir a otros, en los de irradiar rojo y en los de lucir marrón pardusco. En los que de repente te has quedado en ramitas, pero te has seguido cuidando esperando el momento en el que te salga una hoja verde. Y sin darte cuenta vuelves a tu esencia, que siempre estuvo ahí, como la tierra fértil que te sientes ser.
Dice también Gonzalo Brito que si no hay alegría, ¿para qué? Con esos dos signos de interrogación y dos palabras resume toda una filosofía de vida. Me he prometido que habrá veces en las que me deje vestir de marrón, pero en mi armario siempre habrá algo rojo. Y aunque se muera el geranio, habrá alegría siempre que ella quiera.