Yo no sé si Pablo Iglesias se ha convertido en el líder de la oposición en el Congreso de los Diputados, la verdad es que tampoco me importa mucho, pero lo que sí tengo claro es que a día de hoy Iglesias se ha convertido en el palmero mayor del palacio de la Carrera de San Jerónimo. Lo mismo aplaude la insultante intervención de esa especie de “charnego arrepentido” que se ha traído Joan Tardá bajo el brazo para intentar poner remedio a la pérdida de histrionismo que los años han hecho irreversible, que aplaude al heredero de las atrocidades irracionales que los violentos provocaron, por acción o por omisión, durante décadas bajo el imperio de las armas.
Iglesias se mueve en ese terreno con la soltura propia de esos entrenadores aparatosamente gesticulantes capaces de aplaudir a quien acaba de ser expulsado por agresión al contrario. Iglesias es feliz así, jugando a ser el juez supremo mientras todos esperan su veredicto favorable en forma de aplauso. Y es que no hay nada para un parlamentario de la nueva escuela como sentirse recompensado por la magnanimidad del Gorrión Supremo, maestro de la descalificación al adversario de izquierdas y cómplice sonriente del enemigo de derechas.
Pero lo que resulta verdaderamente sorprendente es que junto a Rufián y Matutes, los héroes de Iglesias en la segunda sesión de investidura, aparezca el día después Pedro Sánchez formando parte de esa tripleta de atacantes aplaudidos por Iglesias y que nada tiene que envidiar a la BBC de Zidane a la hora de perforar la portería socialista. Si yo fuese Pedro me estaría preguntando qué extraños méritos ha visto en mí el palmero mayor para rendirme homenaje con sus aplausos.
Probablemente la respuesta no sea otra que la entrevista-trampa que Jordi Évole, buen profesional del periodismo y defensor de sus ideas, le tendió a Sánchez la noche del pasado domingo en su programa Salvados. Évole aprovechó, sin pudor alguno, para retratar el arquetipo del animal herido lamiéndose las heridas. Sánchez por su parte, llevado por sus propios demonios que no por los ajenos, no perdió la oportunidad suicida que tan clamorosamente se le ponía en bandeja para disparar hasta al pianista y de camino también pegarse un tiro en los pies de sus aspiraciones de futuro.
Hacía tiempo que no veía yo un ejercicio similar de frustración y desesperanza al mismo tiempo, una demostración tan palpable de que cuando la ira te nubla la mirada siempre es mejor no volver la vista atrás. Lo que pretendía ser el escenario de la construcción de una alternativa de futuro terminó convirtiéndose en un paseo terrorífico por los paraísos perdidos de Sánchez que seguía el rastro de migajas de rabia que Évole iba sembrando por adelantado.
Y Sánchez sacó su fusil antes que el coche de su garaje, contraviniendo así de principio a fin la magnanimidad y generosidad para con el Partido y para consigo mismo de su discurso de despedida de la mañana del sábado. Resulta difícil entender semejante mutación en apenas 24 horas, resulta doloroso contemplar cómo la única recompensa de ese esfuerzo fatal, sólo comparable al del samurái que ha perdido su honor, sea el aplauso del oso de Iglesias y el aullido de dolor de la manada.