Hay un aprendizaje que de forma natural se nos queda impreso en nuestra infancia, el que recibimos de los mayores. Mi hija ha tenido la suerte de compartir con su abuelo el tiempo necesario para, siendo una niña “de ciudad”, aprender a coger leña, ver como trasquilaban las ovejas, regar el huerto y valorar, sobre todo , el trabajo de un pastor o de un pequeño agricultor. Un día, en torno a una improvisada merienda de campo, con un trozo de pan y algo de embutido y queso, ella le preguntaba a mi padre quién le había enseñado a ser pastor con cinco años. Una pregunta que yo me había hecho muchas veces, de pequeña, cuando el miedo me invadía, al perdelo de vista un instante, mientras caminábamos por el campo y me sentía perdida entre jaras y genistas. Una pregunta y que no me atrevía a formular, por no ver la nube que enturbiaba sus ojos cuando hablaba de su infancia del 36 en el Valle de los Pedroches. Él respondió sereno, sin nubes acechantes, aunque como siempre que vuelve a ese tiempo, con la voz un poco rota: nadie, niña, no me enseñó nadie. Ante la insistencia de la curiosidad infantil, simplemente añadió que le había enseñado el hambre, porque si una oveja enfermaba por comer algo indebido, o se perdía, o a una oveja de parto se le moría un cordero, él no recibiría su única recompensa, un trozo de pan y morcilla (y queso en contadas ocasiones).
En la ciudad, los estudios de Bachillerato constaban, según decían, de siete años y, después, los estudios superiores, en la Universidad, de otros tantos años, por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente, en la ciudad se pierde mucho el tiempo -pensaba el Mochuelo- y, a fin de cuentas, habrá quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. Así, a través de los ojos del Mochuelo, Miguel Delibes en El camino, describe el proceso de aprender, de hacerse mayor en el campo y en la ciudad, los tiempos tan distintos en los que nos sentimos capaces de enfrentarnos a una responsabilidad.
Una de las cosas con las que me siento más libre cada día, es con el momento de calzarme las zapatillas y salir a correr. Siempre que puedo, en el recorrido incluyo una parte, si no todo, de caminos que discurren por el campo, por sendas cicloturísticas, ahora tan de moda, o por carreteras comarcales que ya sólo se usan para llegar a los cortijos. No siempre es posible, y no hace mucho, mientras entrenaba por una vía de servicio paralela a la autovía que une Coria con Gelves, un espacio que ha sufrido una triste transformación, al sustituir las huertas y naranjales de la vega del Guadalquivir por polígonos industriales de escasa identidad, contemplé una estampa que me trasladó en el tiempo y en el espacio y me condujo hasta esa infancia encinas y bolas de granito de mi padre en Villaralto. Una niña de apenas 12 años conducía, junto al que supuse su padre, un rebaño de ovejas. Más de 100 cabezas atravesaban bajo su dirección una rotonda. Firme en sus movimientos y contundente en sus decisiones, la mirada en torno a ella y las ovejas, en apenas unos minutos ese ejército quijotesco desapareció dejando tras de sí una exigua nube de polvo, es lo que tienen los caminos asfaltados. Y la rotonda volvió a recuperar su tránsito habitual, los coches invadieron y borraron la huella de la niña, a la que llamé Galatea, y yo continué mi carrera, entre naves industriales y vallas metálicas.
Ahora, siento que pudiera haber sido un sueño, donde la pastorcilla viste un vestido vaporoso y blanco, poco práctico para esos menesteres, y vuelve su rostro para devolverme una sonrisa cómplice. Si es un sueño, o no, no es relevante. Lo que de verdad importa es que, probablemente, nuestra Galatea, Manuel y el Mochuelo habrán tenido la misma escuela.
Comentarios