Temo a la soledad más que a la muerte. Sin duda, porque sólo concibo la vida como un camino que recorrer de la mano de quien amas, persiguiendo lo que amamos. El día que sienta las manos vacías después de haberlas tendido, me iré a dormir para siempre.
Cada mañana, cuando explosiona la vida en la garganta de los pájaros, se levantan miles de parejas para regar sus campos, podar sus árboles, ordeñar sus vacas, recoger los frutos, juntos, de la mano.
Jamás se han sentido solos porque cada uno se sabe la sombra del otro. Sin embargo, en los dichosos papeles, solía aparecer él y no ella. Aunque se levantase media hora antes que él para prepararle el desayuno. Aunque tuviese en la cabeza los dineros que cuesta sacar su explotación, sus vidas y las de sus hijos adelante. Aunque durmieran en la misma cama después de haberse dejado la piel en los surcos.
Para corregir esta injusticia, se aprobó hace diez años la ley 35/2011, de 4 de octubre, sobre titularidad compartida de las explotaciones agrarias. Una norma cargada de buenas intenciones, necesaria, comprometida, moderna, igualitaria, pero que no ha conseguido el arraigo deseado. Algunos achacan su fracaso a la exigencia constitutiva de la inscripción en un registro para obtener su reconocimiento legal. No les quito parte de razón. Para mí, el problema se encuentra en la falta de incentivos económicos para la incorporación de la mujer en la titularidad de las explotaciones y en el patriarcado latente en nuestra sociedad, especialmente en el campo. Todavía recuerdo a las mujeres realizando las faenas que exigían agacharse y a los hombres las que se realizaban de pie. Una fotografía infame de la sumisión femenina que comenzó a desaparecer cuando las máquinas sustituyeron el tajo de los hombres, lo que ha provocado que ahora doblen el espinazo los dos por igual si quieren llevarse el pan a la boca. ¿De qué sirve, parafraseando a Borges, que nuestra humanidad consista en sentir que somos voces de la misma penuria si las desigualdades se mantienen por arriba?
La ley se diseñó para que la titularidad de las explotaciones agropecuarias fuera compartida por los matrimonios o parejas unidas por análoga relación de afectividad, incluso sin estar inscritas como pareja de hecho. Aunque la norma exige que los dos estén dados de alta en la Seguridad Social, trabajen de manera directa en la explotación y residan en su entorno rural, en verdad el único requisito esencial es que ambos estén de acuerdo, que lo quieran. Y algo está fallando con estrépito cuando lo que ocurre en la vida real no se compadece con lo que reza en los documentos. Debemos concienciar, especialmente a los pequeños productores agrícolas y ganaderos de Andalucía, para que inscriban en el Registro a su pareja en calidad de cotitular de la explotación, sobre todo a las mujeres que se quedan cuidando del hogar y además comparten faenas del campo. Es indigno que trabajen el doble y no sea suya la mitad. Si el campo no se feminiza, no habrá futuro para el campo.
Mi hermano del alma, Paco Casero, se ha dejado media vida en el campo andaluz gracias a la otra media vida de su esposa Isabel. La semana pasada se fue sin hacer ruido, como siempre. El vacío que deja no se puede llenar con toneladas de recuerdos. Paco, Iván, Zaida, sus familiares, sus amigos y amigas, cualquier persona que la haya conocido, seguro que le atribuye la titularidad compartida de cada una de las luchas incansables de su esposo. En la intimidad del silencio que cubre los montes, Paco Casero repetirá la letanía de Joyce “amor, amor, amor ¿por qué me has dejado solo?”. Pero él sabe que no es así, que nunca lo fue y que nunca lo será. Cada vez que se mire al espejo, la verá a ella y a todos nosotros para empujarle a seguir persiguiendo la utopía de un campo andaluz más justo, más sostenible, más igualitario, cargado de futuro.
Antonio Manuel Rodríguez Ramos
Escritor y Profesor de Derecho Civil y Derecho Agrario UCO.