Los tiempos cambian y con ellos los paradigmas. Las concepciones que un día fueron verdad absoluta y casi por entero palabra de Dios, hoy se tambalean en sus pequeños contenedores de metal, como esos flanes de gelatina que se ofertan como el remate final que nadie elige.
Nuestra generación escéptica chista al ver la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta y se reivindica agnóstica, no teniendo la determinación suficiente para confirmarse atea. Hoy día la fe es un concepto vintage. Los milenial andamos como desangelados, mirando al cielo confusos, encontramos más respuestas en las estrellas que en Dios. La idea del todopoderoso se ha quedado anticuada y todo lo relacionado con la Biblia nos parece un triste retell del cuento de la buena pipa.
Nos resulta entrañable que una abuelita use Whatsapp o que vaya a Juan y medio a echarse un novio, porque la idea de la abuela viral que baila TikTok con la nieta se contrapone activamente a la concepción católica de lo que era ser una buena mujer. En los años 40, el amor no era una prioridad, sí que lo eran la estabilidad y el compromiso con la tradición. Casarte con tu primo al más puro estilo borbón no solo no estaba mal visto, sino que era lícito y recomendable, porque solo Dios sabía de las habas que se cocían en casa de otros. Una vez apalabrado el casamiento, no había marcha atrás, así que lo más importante era asegurarse de que la persona no te fuera a dar mala vida. Un niño, o un par de ellos, con un CI de 50 era un riesgo que merecía la pena correr.
A finales de los noventa, internet abrió la puerta a la globalización. Los avances tecnológicos y científicos permitieron expandir el ratio de opciones y perdieron popularidad los matrimonios entre primos. Desde entonces, hemos ido tirando de oca en oca hasta llegar a la casilla de no solo haber mercantilizado las relaciones interpersonales, sino la esperanza de establecerlas.
En esta expansión nos diseminamos, y quizás fue precisamente en el intento que querer estar siempre conectados donde se generaron estos silencios imposibles de llenar. Nuestra sociedad es más abierta y más diversa pero también más egoísta y desconfiada. Ha cambiado la manera en que nos comunicamos, pero sobre todo, la forma en que nos relacionamos. Hoy ya nadie se muere de pena. Hemos interiorizado eso de que no hay mal que dure cien años, un par de semanas cumplen el luto de rigor y son más que suficientes para descargarnos Hinge y empezar a tatuarnos encima de una herida que forzamos cicatriz.
Es esa pecera de la que habla el King of Latin Trap, la que nos mantiene inconformistas tratando de adivinar la fecha de caducidad de cada relación. Tratando de evitar el contacto visual con extraños, nos paseamos sacando a relucir nuestros elegantes smartphones disfrutando la actitud de tatuaje emborronado en el que difícilmente se distingue ya el primigenio carpe diem. La enfermiza búsqueda de likes y reacciones nos ha llevado a vivir esta especie de realidad alternativa en la que los corazones virtuales sobrealimentan nuestra autoestima atiborrada a batidos de proteínas.
Nos reímos ante la posibilidad de establecer vínculos afectivos significativos, porque hemos integrado que la invitación abierta a compartir un rato la cama es también la insinuación directa para mandar al otro al sofá. Esta es la nueva normalidad y cuestionarla se antoja anticuado y puritano. Quizás lo es, quizás es anticuado creer que hoy en día pueda existir un compromiso relacional que supere la efervescencia de los primeros años. Quizás nos parecería incluso una utopía si no lo hubiésemos visto alguna vez con nuestros propios ojos.
Por supuesto, es necesario desromantizar el amor de posguerra pero también reconocer que, seguramente, la búsqueda de esa felicidad era lo único que salvaba a esa generación en blanco y negro de tanta miseria. En mi casa, cada Navidad mi tío recuerda con ternura lo mucho que le gustaban a mi tía estas fiestas. Mi tía falleció hace casi treinta años, pero eso no quita para que cada Nochebuena oigamos en su voz como el amor se aferra al recuerdo intentando volver a traerla con cada palabra. Allí está mi tía con sus agujas de tejer y sus hoyuelos, allí está ella con su sonrisa sepia presidiendo el salón de la casa. Los dedos arrugados de mi tío sosteniendo el marco como queriendo adueñarse de su imagen, negándose a perderla otra vez al levantar la vista Lo miro y sé que es real, que no puede ser utópico un sentimiento que se ve con tanta claridad.
Comentarios