Este es el sentimiento que queda en muchas personas tras las restricciones de la pandemia. Se habló mucho de que nada sería igual, de que todo tendría que cambiar y cambiaría. Ahora que las restricciones han pasado, después de tres meses, las gentes han inundado las calles con sus toses, sus estornudos y su prisa. Ha vuelvo la bulla, que es la emoción del capitalismo: la prisa. ¡Compre!, ¿no compra?, pues ya está sobrando usted aquí.
Calles anchas o estrechas se tejen y se destejen, como si fueran un tejido, por las personas que con prisa van y vienen por entre la gente. La fila de mi supermercado en Alemania, perfectamente señalizada, se ha vuelto una aglomeración, mientras los altavoces advierten que se mantenga la distancia sanitaria de seguridad por respeto hacia los demás y una joven defiende a un cliente que había informado a un matrimonio que el final de la fila está atrás y no delante. Sigue aflorando, cada día con más intensidad, el yo, yo y yo sin que parezca que haya remedio.
La pandemia nos había llenado de miedo, de tristeza y de esperanza, probablemente por este orden, a bastantes personas. Luego la esperanza tomó la primera posición de importancia, la esperanza para modificar la vida vieja llena de temores que nos había mostrado la pandemia, la esperanza de poder neutralizar demasiadas situaciones que producían tristeza. Así, a los sufrimientos directos de la pandemia, la enfermedad, se le unieron los sentimientos de solidaridad hacía las personas que sufren pobreza material, y la esperanza de fundar una vida nueva donde toda esa pobreza se vería superada por el acceso a la justicia distributiva; el Ingreso Mínimo Vital ha sido el primer paso, pero está gravemente amenazado desde el momento en que fue señalado como la paguita, en un intento de estigmatizar a quienes lo reciban, al mismo tiempo que advertir que si ganan las elecciones lo quitarán, aunque ahora callen para ganarlas o intentarlo.
La esperanza llena y el final de las restricciones nos deja vacíos porque esa esperanza había sido intensa pero casi no ha materializado ningún cambio ni mejora todavía. La pandemia nos trajo el encierro y durante el encierro comprendimos muchas cosas, o pudimos hacerlo. Descubrimos la diferencia entre lo necesario y lo superfluo, por lo que dejamos de consumir. Aunque en realidad dejamos de consumir en masa porque las tiendas estaban cerradas. No conocemos los datos de consumo todavía, es pronto, pero ya se intuye que serán malos, seguramente por una mezcla entre conciencia no consumista ganada durante el encierro y temor a entrar en locales cerrados y toda la burocracia necesaria para poder comprarse unos tristes calcetines o sentarse en un restaurante.
Nos encontramos vacíos en eso que llamaríamos situación de impasse, llena de contradicciones entre el encierro por la pandemia, y sus medidas de seguridad sanitaria, y la alegría con que muchøs se suben otra vez a los aviones, llenan las playas o quieren ir al cine. Hay desorientación, que produce más vacío, ante una especie de verbena colectiva aunque el virus siga saltando y brincando a nuestro alrededor. Sabemos que algo no funciona, nos damos cuenta de que todo puede volver a irse al traste, pero no hay todavía verdaderas acciones políticas que vayan a cambiar la vida vieja, y las personas y los grupos no han llenado sus vidas con actividades, con las actividades que pudieran hacer posible la vida nueva. Se han dado pasos desde la gobernanza para mejorar la sociedad, pero también pasos contradictorios, como querer seguir subvencionando industrias claramente contaminantes o extractivas que afianzan los viejos modelos e insisten en la catástrofe.
Se deja a Extremadura, por ejemplo, al final de la lista de las aportaciones extraordinarias del Estado para la reconstrucción. Andalucía, la comunidad más poblada con diferencia, queda la quinta por la cola. Este sería el momento de hablar de la refundación, también la económica, como lo hacen País Vasco o Alemania con su apuesta por la energía con hidrógeno. Esos trenes con hidrógeno harían posible una verdadera integración del territorio andaluz o extremeño en su interior y en su relación de transporte de personas con el resto del territorio ibérico. Un tren de hidrógeno en toda España haría realidad el sueño de un corredor mediterráneo por sus costes de construcción. Un tren que ya no tendría que ser radial, con parada imprescindible en Madrid, y creo que ese es el motivo por el que varias elites quieren impedir la descentralización real de España. El tren como medio de transporte con más futuro para la defensa del Planeta y con enormes posibilidades para una redistribución justa de la riqueza común.
Ahora que nada ha pasado, porque seguimos en pandemia, que se pretende una reconstrucción ruda de la vieja vida, y nos sentimos vacíos, parece importante que articulemos acciones que nos llenen con nuestras esperanzas de una vida nueva. Si no hacemos nada el consumismo volverá a llenarnos las almas.