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En la escuela de mi infancia, allá por los años 60 del siglo pasado, en pleno franquismo, existía un “cuadro de honor” colocado en un lugar preeminente del colegio, a la vista de todos, en el que cada mes —creo recordar— se colocaban los retratos de los alumnos más destacados de cada clase. Estar alguna vez en aquel "cuadro de honor" era motivo de orgullo y de satisfacción. En esa misma línea, al final de cada curso, en un acto solemne al que asistían padres y alumnos, se entregaban diplomas y distinciones a quienes habían obtenido las mejores calificaciones en cada asignatura, pero también en conducta y aplicación. Se trataba así de reconocer y premiar a los mejores estudiantes, a los que mejor se portaban y a los más trabajadores. También había "olimpiadas de matemáticas"; o concursos de redacción como los que a nivel nacional convocaba la empresa Coca Cola; o torneos interescolares tipo "cesta y puntos", el programa de televisión que causó furor entre los jóvenes de aquel tiempo, etcétera. Eran fórmulas —algunas de las cuales resultan hoy anacrónicas— que utilizaban los maestros de entonces para motivar a los chavales aprovechando su espíritu competitivo y, al mismo tiempo, también para fomentarlo.

Esto era así en unos tiempos en los que para salir más fácilmente adelante era más conveniente ser competitivo, destacar y estar entre los mejores lo mismo para ser funcionario —había que "ganar" unas oposiciones—, que para hacer prosperar un negocio, o para ganarte la confianza y el aprecio de quien te contrataba y pagaba un salario. Como se ve por aquel entonces las administraciones públicas tenían la extraña costumbre de intentar seleccionar a los más preparados; la gente tenía la manía de contratar con la empresa que te hacía mejor el trabajo y al mejor precio; y los empresarios preferían a los trabajadores más eficientes y aplicados. Qué tiempos tan extraños aquellos.

Hoy, como si ya no hubiera que ganar oposiciones para ser funcionario; como si ya la gente no prefiriera contratar los servicios de las empresas que hacen mejor el trabajo y al mejor precio; o como si a los empresarios les diera igual tener en sus plantillas a los trabajadores mejor preparados y más eficientes que a los que no tienen ni idea de lo que se traen entre manos o son incapaces de doblar el espinazo, pues algunos profesores y maestros han proscrito de sus aulas el verbo competir, que por lo visto ha pasado a ser cosa de capitalistas y de fachas. Ojo, que no estoy diciendo que en la escuela no haya que fomentar el trabajo en equipo y colaborativo, o el gusto por aprender y por hacer las cosas bien sin esperar otra recompensa que el placer de hacerlas y de ir creciendo como personas, que me parece fundamental. Pero de ahí a obviar e incluso anular el espíritu competitivo, como algunos pretenden en su afán por construir no una sociedad igualitaria, en la que la igualdad de oportunidades sea una realidad, sino igualitarista, en la que no se reconoce el mérito y la excelencia, media un abismo. Diríase que tales profesores y maestros sueñan con una sociedad en la que todos disfrutaríamos de una renta básica, sean cuales fueren nuestros méritos y capacidades, y en la que a quienes no se conformen con la misma —que forzosamente habría de ser muy básica— de nada les serviría ser competitivos, ya que tal vez les bastaría con apuntarse al partido —único— a la espera de que les nombren para ocupar algún carguito.

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