Pocas figuras políticas han representado tan perfectamente el espíritu de la Transición española y la posterior deriva hacia el siglo XXI como Alfredo Pérez Rubalcaba, fallecido hoy en Madrid a causa de un ictus cerebral.
El histórico socialista fue un inteligente político, de aspecto templado, verbo fluido y decisiones firmes que desde mediados de los noventa jugó un papel relevante en la ejecutiva del PSOE, adquiriendo su máximo grado en su último (y triste) periodo al frente del partido.
Rubalcaba, que forma parte de la memoria sentimental de nuestro país, siempre irá ligado a la normalización democrática. Dibujó, como bien gusta a nuestros padres, un perfil moderado, analista, capacitado y pedagógico, fue pieza esencial en varios episodios cumbre del PSOE y, por ende, de la historia política reciente. Su rol más ingrato fue defender durante años, y desde la portavocía del Partido Socialista, todas las tropelías perpetradas por Felipe González y su equipo, del que formaba parte. Fue, digamos, el chico que sacaba la basura, llámese corrupción, Roldán, Mariano Rubio, Filesa o los GAL (papel por el que se ganó el sobrenombre entre la izquierda abertzale de Rugalcaba).
También disfrutó de momentos gratos y reconocidos; fue indispensable, a pesar de haberse situado junto a Bono en un comienzo, en el periodo de José Luis Rodríguez Zapatero al frente del Gobierno. Célebre fue aquella frase decisoria y lapidaria: «Los españoles no se merecen un Gobierno que les mienta», pronunciada los días posteriores al 11M con más razón de la que tuvo nunca. También se le adjudica un papel determinante, a nivel estratégico, en el final de la banda terrorista ETA y en la apertura europeísta de España.
Rubalcaba fue considerado siempre lo que en España se conoce como «un hombre de Estado», es decir, un político que actúa anhelando el bien común, sin detenerse en las siglas o intereses partidistas y con gran sentido de país. Una pieza elemental para un país que tiene que seguir rodando. En realidad, más que un hombre de Estado, Pérez Rubalcaba fue siempre un hombre de ‘establishment’, que es bien diferente.
El ex-secretario socialista apoyó con firmeza a los poderes fácticos en cualquier momento de debilidad o insurrección popular. Fue uno de los instigadores de la reforma del artículo 135, perpetrada en las vacaciones del 2011 con agostidad y alevosía, defendió con uñas y dientes la figura de Juan Carlos de Borbón y de la Casa Real cuando peor lo estaban pasando, y afeó la conducta de los indignados del 15M: “200 personas no pueden poner patas arriba la ciudad”, llegó a decir, legitimando las cargas policiales. Su figura, después de muchos años de protagonismo, era al principio de esta década la de un político que no se enteraba (o no se quería enterar) de lo que se hablaba en la calle: los desahucios, la migración de los jóvenes, la corrupción, la burbuja inmobiliaria…
Rubalcaba fue una de las primeras víctimas de la arrolladora entrada de Podemos en la escena política. Con el viento en contra y los socialistas pidiendo una imagen renovada, se vio forzado a echarse a un lado. En su último día en el Congreso, dejó una imagen reveladora y concluyente: la bancada de un Partido Popular, liderado entonces por Mariano Rajoy, se levantó de forma unánime para aplaudirle. Fue la metáfora perfecta: el sector más conservador del país admitiendo, con un gesto, que lo iban a echar de menos.
Cuando en 2014, ya caduco en medio de esta nueva ola, dejó el PSOE y pasó a un segundo plano, siguió moviendo ficha desde las sombras. Como otros barones socialistas, apoyó las tesis de abstenerse y dejar gobernar a Rajoy, alineándose con el bloque de Susana Díaz en su pulso contra Pedro Sánchez. Rubalcaba persistió en su papel de socio de los grandes poderes. Siguió ligado a El País, del que fue consejero e influyó en su línea editorial, y al Grupo Prisa, sus grandes altavoces mediáticos, que lo trataron siempre con desmedida admiración.
Ahora que corren ríos de tinta sobre sus logros e indudables habilidades conviene también recordar, desde el mayor de los respetos, que decepcionó a muchos socialistas de corazón y apenas tuvo gestos con aquellos que defienden a las clases populares. No se le conoció gesto revolucionario. Rubalcaba fue lo que fue; parte fundamental del engranaje del Régimen del 78, ni más ni menos.
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