En 2015, Amparo Pernichi (Barcelona, 1968) no esperaba salir elegida concejala de Izquierda Unida en el Ayuntamiento de Córdoba, pero los vientos de cambio la auparon y salió. La llamé al día siguiente de las elecciones municipales y estaba contenta por el buen resultado de IU y de Ganemos Córdoba, candidatura avalada por Podemos, pero se mostraba insatisfecha: “Si hubiésemos ido juntos hoy tendríamos la Alcaldía, pero bueno, trabajemos por separado y hagámoslo lo mejor que sepamos”, concluyó.
En una hipotética confluencia, ella podría haber sido perfectamente la candidata de consenso y haberse convertido en la Ada Colau de Córdoba porque tenía, me cuesta conjugarla en pasado, la extraña virtud de unir a todos los progresistas de Córdoba, a la vieja izquierda y a la nueva, a los más transversales y a los más identitarios, a ecologistas y a obreristas, a la que procede de los movimientos sociales y a la que que proviente de las asociaciones de vecinos, a los hipsters y a los tienen acento de barrio.
Una vez constituido el Ayuntamiento, ya siendo delegada de gobierno, me llamó para contarme las competencias que le habían adjudicado en el pacto de coalición entre PSOE e IU. “Me han dado Infraestructuras, ¿y sabes lo primero que voy a hacer?”, me espetó al otro lado del teléfono. “No, a ver, sorpréndeme”, le dije. “Algo muy sencillito, voy a mandar a los trabajadores de Infraestructuras a que pinten el Colegio Rey Heredia y lo adecenten para que pueda ser aprovechado por los movimientos sociales y los vecinos”, todo aliñado con su sonrisa luminosa, como quien sabe que ese pequeño gesto es una conquista.
El antiguo Colegio Rey Heredia, recuperado por vecinos y vecinas del Distrito Sur del abandono para convertirlo en centro social, pasó a convertirse en lo que es hoy, un pulmón de solidaridad, cultura y fraternidad vecinal que sirve tanto para que coman quienes lo han perdido todo, para que los niños y niñas de familias con bajos ingresos puedan hacer lo que sus padres y madres no les pueden pagar o para que los movimientos sociales de Córdoba tengan un lugar donde reunirse.
Amparo conocía la ciudad al dedillo, pero no la conocía de teoría, que también, sino de pateársela, de pararse a hablar con todas las personas que la paraban. La paraban mucho y a todas les dedicaba la misma sonrisa, la misma amabilidad y el mismo amor. “A Amparo la quiere hasta la gente de derechas”, decían los funcionarios del Ayuntamiento. Especialmente querida era por los trabajadores de Infraestructuras, un área complicada por la escasez de personal debido a las privatizaciones y despidos que heredó de la época del PP. Sin embargo, ella supo ganarse a la plantilla y puso en marcha con notable éxito el programa de obras ‘Mi barrio es Córdoba’.
Ese programa de inversiones dedicado a mejorar las infraestructuras de la ciudad se llamó así y no de otra manera porque ella quería que la gente dejara de pensar en su barrio de una forma aislada y tuviera en mente una idea global de ciudad, que un vecino del Brillante entendiera que si su barrio no tenía obras era porque en el barrio Guadalquivir hacía más falta, que lo importante era lo común y no qué hay de lo mío. La tarde que eligió cómo llamar a su ambicioso programa de obras en la ciudad también hablamos por teléfono y me lo explicó con la elocuencia y el sentido común que derrochaba.
No abundan en política gente como Amparo Pernichi, gente capaz de trabajar desde el rigor, la empatía y el cariño, sin ruido, sin obsesión por los focos, construyendo puentes y derribando muros. Cuando las relaciones entre IU, PSOE y Ganemos Córdoba se tensaban, porque son culturas políticas diferentes, porque unos querían ir más rápido y otros más lento, porque unos acababan de llegar al Ayuntamiento y otros se las sabían todas, Amparo siempre hacía de mediadora; pero no una mediadora formal que cita a las partes, sino hablando por separado y de manera informal con los que se habían enfadado y recordándoles que lo importante era avanzar, que las coincidencias eran mayores que las discrepancias y que la ciudad los estaba esperando. Tejía los acuerdos en la trastienda y renunciaba a los galones porque su fin era la ciudad, no el politiqueo.
Amparo era muchas cosas y todas buenas. Con su fallecimiento, la echarán de menos sus dos hijos, su pareja, sus amistades y sus compañeros de partido, pero sobre todo la va a echar de menos Córdoba, ciudad a la que amaba y de la que se sentía profundamente orgullosa. De la misma manera que en política, como en la vida, a veces se da demasiada concentración de miseria, Amparo tenía mayoría absoluta de grandeza.