A orillas del hermoso lago de Ginebra aparece una cita bíblica grabada en un muro cerca de la estación de tren de la ciudad: Tu es le Dieu qui me voit, un aviso que nos enfrenta con la crueldad del ahora y que nos desalma al borde de los Alpes suizos. Dios nos observa en el centro de Europa mientras en Ucrania caen las bombas. Estamos en Suiza. Hemos dejado atrás Ginebra y su famoso «chorro» (the water fountain, como nos dijo una mujer en el autobús que parecía sacada de una película de Wes Anderson).
«El chorro» nos podría provocar la risa si no fuera porque así llamaron a este monumento marino, con una seriedad evidente, unas chicas latinas que encontramos en un tabak en una de las ciudades posiblemente más tranquilas de Europa, sede de la ONU, sinónimo de la paz. La travesía continúa y el cansancio nos hace finalmente caer en la hermosa ciudad de Lausana. En el tren no se mueve nadie: silencio y oxígeno, solos con nuestra respiración agitada y la impotencia con que golpea no conocer el fin de la contienda. Las montañas como un escenario constante dibujan de color el abismo de nuestra desesperación. Aquí y ahora, en un balcón del Hotel Bellerive con vistas al lago, reflexiono, al resguardo de la guerra, sobre la valentía y de los cobardes. Me pregunto quién es más cobarde, quien tira una bomba o quien huye de ella.
Cuatro mil kilómetros no son una travesía pequeña: suponen, ahora mismo, la historia de Vovva y Tanya, la desesperada y trágica huida de quienes ven amenazados su pan, su hogar, su tierra. Pienso que me gustaría ser como ellos, tener su coraje ahora y su fuerza, aunque a nadie le gustaría, realmente, encontrarse en su lugar. Odesa, la que llaman la Perla del Mar Negro, está ahora entre los objetivos de Rusia, país que ya invadió hace ocho años su otra «perla» marina: Crimea. Odesa es una ciudad que huele como todas las ciudades cerca del mar, a sal, a algas e incluso al origen de los tiempos, lo que pude comprobar en un viaje hace cuatro años. El tiempo transcurre subjetivamente, porque parece que era ayer cuando paseaba por sus rinconces.
Vovva y Tanya están jubilados. Ellos, como un gran porcentaje de los ciudadanos de este país, vivían en una cierta armonía hasta la fatídica invasión. Una casa construida con sus manos no es suficiente para permanecer cuando el fuego y la locura amenazan, ni tampoco fueron suficientes los viñedos ni el cariño de varias décadas al calor de sus propias hijas, quienes actualmente residen en otra perla marina, Cádiz, y adonde ahora ellos deben huir porque el llanto y la desesperación nocturna no son buenos aliados para la mente de ningún valiente. Digo valiente porque no es de cobardes tener que tomar la decisión de abandonar tu casa, desconociendo su destino, ante la sinrazón y la vergüenza los cobardes que sí creen en las bombas como formas de solucionar un conflicto.
Por el contrario, valiente es querer la paz en tu mundo cuando solo te asola la guerra. En el otro lado, las bombas, cobardes, no tienen ojos más que los de aquellos que miran detrás de su cómoda mesa, escondidos en un paradero desconocido, unos ojos manchados de sangre inocente para siempre. Cobarde es quien decide lanzar una bomba y destruir la vida de otros seres humanos, cobardes hombres pequeños (porque nunca suelen ser mujeres), minúsculos, acomplejados y sin la valentía suficiente para comprender el significado de la vida. No es insignificante marcar la línea divisoria entre ambos conceptos, lo «valiente» y lo «cobarde», en el contexto que nos ocupa, porque es esta división la que separa lo humano de lo contrario, la única que nos enseña y que pone ante nuestros ojos, como cuando «Dios nos observa», a aquellos merecedores del futuro, los que construiremos un mundo donde no haya espacio (acaso solo el desolador vacío) para los que esta paz amedrentan. También en Berna, en una urbanización con casas pacíficas como sacadas de un cuento fantástico, los niños juegan distraídos, cantan y gritan acompañados por un eterno presente. Se abstraen de la oscuridad.
Mucho más allá de esta frontera, a las puertas de Oriente, los ucranianos luchan todavía por salvaguardar no solo su tierra, sino la paz. La metralla rompe el cielo y los cartuchos caen a los pies de los soldados, cuando no lo hacen las bombas. Quiero llorar y no puedo: todavía hay gente que va a necesitar el pulso de nuestra fuerza. Vovva y Tanya continúan su viaje. En manos amigas han tenido que dejar atrás a su perro por la imposibilidad de un viaje juntos. El desgarro, el desarraigo y el destierro voluntario vuelven a formar parte de nuestro mundo. Vovva y Tania acelerarán su marcha por fronteras desconocidas que aún aguardan, atravesando todo un continente para encontrarse con sus hijas al sur de Europa, lejos del estallido de las bombas. No puedo imaginar el significado de ese abrazo, cuando este llegue. Contra todo pronóstico, hiele, nieve o truene, ellos siguen viajando con su sonrisa llena de tristeza. En realidad nunca se han ido. Vovva y Tanya todavía no han abandonado: valientes, dirigen sus corazones a un nuevo destino. Están llegando a casa.
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