Suspensos que salvarán vidas

Hoy manda la prisa, el criterio absurdamente formulado y la competencia vaciada de contenido

Álvaro Romero Bernal.

Álvaro Romero Bernal es periodista con 25 años de experiencia, doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla, escritor y profesor de Literatura. Ha sido una de las firmas destacadas, como columnista y reportero de 'El Correo de Andalucía' después de pasar por las principales cabeceras de Publicaciones del Sur. Escritor de una decena de libros de todos los géneros, entre los que destaca su ensayo dedicado a Joaquín Romero Murube, ha destacado en la novela, después de que quedara finalista del III Premio Vuela la Cometa con El resplandor de las mariposas (Ediciones en Huida, 2018). 

Una docente en una clase de Primaria, en una imagen de archivo de la Junta.
Una docente en una clase de Primaria, en una imagen de archivo de la Junta.

Hoy hay un excesivo y ridículo miedo al fracaso, y resulta una patente frivolidad pensar siquiera que sea un modo de fracasar el hecho de suspender una asignatura, o las que sean. O el hecho de repetir curso. En esta era de la falsa emotividad que nos tiene fritos, heredera del happy end y del trauma que pudieran coger nuestros pequeños, alguien le ha inculcado a la chavalería que, si uno se esfuerza lo suficiente, obtendrá resultados positivos. Y alguien, con urgencia, debería explicarles que es falso. Sencillamente mentira. Alguien debería desengañarlos: explicarles que es una peligrosa trola, todo eso de que las cosas se consiguen deseándolas con todo tu corazón. 

Alguien con verdadera autoridad debería salir por las redes en que los chicos quedan atrapados, explicando con honrada firmeza que, cuando se intenta algo, es bastante común no conseguirlo. Y eso no significa fracasar, infinitivo demasiado grueso para las cosas de andar por casa o por la vida. Lo normal es intentar algo con mucha ilusión y no conseguirlo. Lo normal es que nos caigamos y nos volvamos a levantar. Lo normal es leer un texto y no entenderlo. Lo normal es volver a leerlo, dos, tres, siete veces, hasta que en una de esas lecturas advertimos un matiz imposible de haber apreciado la primera vez que recorrimos los renglones con nuestra titubeante mirada. Lo normal es que no seamos genios, sino gente corriente. Lo normal es que unas cosas se nos den bien y otras muchas, mal o rematadamente mal. Y la grandeza de nuestros éxitos no radica nunca en saber aplicar la varita mágica, en que suene la flauta, en el milagro inesperado, sino en la insistencia, en la constancia, en el aprendizaje por repetición. Claro que nada de esto vende en la era de lo instantáneo, cuando el alumnado común –y a veces no solo el alumnado- confunde la investigación con buscar en Google cualquier cosa. 

Ni la sociedad, ni el sistema educativo, ni la raquítica financiación de la educación están para que muchos alumnos con necesidades no especiales, sino necesidades a secas se queden un poco más donde están para volver a mirar las cosas con renovada madurez. Hoy manda la prisa, el criterio absurdamente formulado y la competencia vaciada de contenido. Hacer lo blanco negro. Regalarles el oído a los votantes, prometer la luna y atestar las clases universitarias con esa clientela que comete faltas ortográficas que a nadie importa y que no sabe interpretar con una mínima solvencia cualquier texto con tres o cuatro párrafos. Sin embargo, suspender a un alumno que no ha aprendido, que necesita volver a estudiar, a mirar, a conectar, relacionar, comprender y a sacar sus propias conclusiones puede suponer salvarle la vida a él y a sus posibles víctimas. No quiero pensar en un arquitecto, un ingeniero o un médico a los que nunca les hayan dicho el suficiente número de veces que tenían que volver a intentarlo. Y, sin embargo, da igual lo que yo piense. 

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