El escritor uruguayo Mario Benedetti describe en Táctica y estrategia su hoja de ruta —su estrategia— hacia la conquista de un ser amado, ganando su confianza y complicidad con las acciones de su comportamiento cotidiano —sus tácticas—. Simplificando, la táctica implica prácticas centradas en el corto plazo, mientras que la estrategia implica un plan a largo plazo para alcanzar unos objetivos determinados. Estos términos procedentes del ámbito bélico fueron adaptados a otros ámbitos —la gestión empresarial, la política, la comunicación, el deporte, etc.— hace siglos. Y uno podría pensar que son opuestos, pero no. O no deberían, porque las tácticas cobran sentido si se integran en una estrategia más amplia. Sin embargo, la política española es, en la actualidad, el reino de la táctica sin estrategia. Y eso, claro, es un problema.
La política española parece marchar a un ritmo aceleradísimo, con nuestros líderes intentando emular a Speedy González, a Sonic, a Quicksilver o, en fin, a cualquier otro icono pop de velocidad extrema. Y esto, que resulta divertido en películas y videojuegos, no lo es tanto en el ámbito político. Cada día se juega el partido del siglo, cada cuestión se aborda como si fuera un evento histórico, cada jornada exige un volantazo que deje al público boquiabierto. Creo que el daño que han hecho series políticas como House of Cards, Borgen o El ala oeste de la Casa Blanca a nuestros líderes es difícil de cuantificar. Porque, claro, una serie de ficción requiere cliffhangers que nos sorprendan capítulo a capítulo, pero la gestión política debería ser algo más previsible si el núcleo de su trabajo opera realmente en beneficio de los ciudadanos. Y, por si fuera poco, los giros efectistas de nuestros políticos recuerdan más a Sorpresa, Sorpresa o a Pasión de Gavilanes que a una inteligente y bien construida serie política danesa.
Aunque los últimos culebrones murcianos y madrileños han puesto el listón muy alto, el tacticismo constante no es algo nuevo en nuestra clase política, especialmente en los últimos años. Pablo Casado puede pasar en solo unos meses de incidir en los puntos compartidos con Vox a, de un día para otro, romper puentes con la extrema derecha para reconquistar el centro; y todo para, unos meses después, volver a legitimar a Vox hasta el punto de incluirlo en un gobierno autonómico. Albert Rivera hizo que Ciudadanos se presentara como un partido socialdemócrata, luego liberal, y finalmente competidor con la derecha y la extrema derecha en el terreno de juego de estas; y quizás es el ejemplo más evidente de hacia dónde conduce el tacticismo sin estrategia alguna —sí, al precipicio—. Pedro Sánchez pasó de afirmar que no podría dormir tranquilo si Podemos estuviera en el Gobierno a, según parece, lograr mejor facilidad para el sueño, quién sabe si Dormidina mediante. Y Pablo Iglesias, probablemente el que más series haya visto de los cuatro mencionados, hizo del giro de guion un rasgo constante de la política de Podemos, que, tras un año más relajado en este sentido, ha retomado con su sorpresiva candidatura a la Comunidad de Madrid. Y, ojo, no estoy siendo equidistante, sino reflejando un problema que tristemente afecta a la práctica totalidad de nuestra clase política, por más que yo comparta muchas más ideas con unos que con otros. Y, aunque es cierto que la política siempre ha tenido mucho de provisional y, de hecho, la cintura política puede y debe ser considerada una virtud en un mundo cambiante, el sinsentido actual sobrepasa de lejos lo razonable.
Podríamos seguir al sociólogo Zygmunt Bauman y plantear que la política se ha vuelto líquida, de modo que, como explicaba también Bruce Lee, todo se adapta al contexto como el agua a la forma de un recipiente. El problema es que los retos a los que la sociedad se enfrenta no son líquidos, sino sólidos y más duros que una roca. Y el tacticismo y el efectismo barato, sin fondo alguno, no solo no benefician a la gestión de la res pública y, en definitiva, a las vidas de los ciudadanos, sino que tampoco generan beneficio a los propios partidos. Solo la polarización de la política española actual, marcada por un hooliganismo más disparatado que el de los ultras del fútbol, permite que las marcas de partidos sin estrategia alguna —solo tácticas inventadas y reinventadas cada día— sigan a flote —o ni eso; que se lo digan a Ciudadanos—. El problema es que esa tensión no puede ser constante, y tras ella vendrá el hartazgo. Y ya veremos qué queda en pie para entonces. Como también veremos qué buitres serán capaces de recoger los frutos de ese hartazgo
Porque... ¿saben qué partido está siendo totalmente coherente en el tiempo? Por mucho que me pese y me preocupe, la respuesta es Vox. Ellos son completamente previsibles para el público, que sabe qué esperar exactamente de este partido de extrema derecha. Y mientras los demás bailan con la música que suena cada día, Vox continúa su camino, aumentando cada día su número de votantes, su influencia política y la legitimación de sus ideas. Claramente tienen un plan, y claramente lo están cumpliendo. Para reflexionar.