Aquella mañana al salir de la reunión tenía en el móvil tres llamadas de mi madre. Al devolverle las perdidas, con voz muy nerviosa, contestó: "Tu padre, vente corriendo para acá".
Cogí el primer taxi que encontré en la plaza de San Juan de Dios, le resumí la situación al conductor y aceleró tanto como pudo. Lo justo para no jugárnosla en un accidente. Llegamos, me dijo que esperaría abajo, en el portal, por si había que acudir a Urgencias. Cuando hice ademán de sacar la cartera, frenó en seco: "Tranquilo, hombre, luego me pagas, ahora sube".
Todo quedó en un susto, una hipoglucemia en un diabético. A la media hora me acordé del taxista, bajé y allí estaba: con el intermitente encendido, el taxímetro parado y una mirada amable. "Perdona, se me ha pasado...". El tipo sonrió: "Nada, para esto estamos". Aquel servicio no me costó ni seis euros. Ni seis euros es el precio de la vida.
Recuerdo también otra madrugada que nos visitó el miedo. Primero, llamé a una ambulancia. No había ninguna disponible. Luego, a los taxis: "Es una emergencia". Antes de salir del ascensor, ya se encontraba abajo, con la puerta de atrás abierta y el rostro curtido de quien lleva décadas recortando segundos al tiempo.
En mis 31 años nunca me han estafado al montarme en un taxi. En mis 31 años nunca me cobraron una cantidad desproporcionada. En mis 31 años nunca me vi en riesgo, ni incómodo, ni con un taxímetro trucado o un recorrido en círculo para sacarme dinero de más.
Será que tengo mucha suerte... O que de la puntualidad intentaron inventar una generalidad.
En 31 años nunca me estafaron... pero sí puedo hablarle del taxista que nos llevó borrachos y soportó con estoicismo las arcadas de mi amigo. O de aquella que al salir del Hospital con mi hijo recién nacido protegió al capazo y al bebé mejor que Kevin Costner en El Guardaespaldas.
Y resulta que ahora que sus derechos están en juego, ahora que combaten contra el gigante del capitalismo, leo cientos de comentarios de taxistas malos, de timos y piratería. Será en otros barrios.
Y resulta que ahora que luchan y se aferran por seguir llevando un plato de comida a sus familias, enfrentan a conductor contra conductor. A currante contra currante. A trabajador contra trabajador. Unos con miedo a no llegar a final de mes. Otros asqueados del paro hasta normalizar la precariedad. Confundiendo a rivales y aliados, distorsionando al enemigo. Igual que los siameses de Los lunes al Sol, de León de Aranoa, que vivían con el deseo de separarse y cuando lo hicieron, murieron. Compartían el corazón.
Porque el problema no son los chóferes de Uber. El problema es Uber. Uber y Uber eats, Deliveroo, Cabify y tantas y tantas multinacionales que trocearon y precarizaron las condiciones laborales. Porque el problema se llama libre mercado, falso autónomo, explotación, régimen de semiesclavitud y que contribuyamos a ello, que nos callemos, que no lo denunciemos y encima demos las gracias por la botellita de agua.
Porque detrás del taxista están los impuestos pagados aquí, el servicio público, la dignificación del trabajo y la tierra para quien la trabaje. Y porque detrás de Uber están los mismos de antes, el señorito latifundista que explota y exprime al campesino. Nada es nuevo por moderno que parezca.
Y porque si sigues la cadena de eslabones, al final del todo, tras el hospital, la escuela pública o las pensiones, encontrarás a una profesora, a un panadero, a un obrero y una o un taxista en chanclas y pantalón corto. Mientras que detrás de la unidad pública cerrada, del recorte en los centros de salud y los temores de nuestros jubilados, se esconde el ejecutivo de Uber. Enchaquetado y engominado, eso sí, con la sonrisa condescendiente y hasta con agua embotellada para que no se te atragante el embuste al fisco. Un detalle. "Gracias".
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