Todos me aconsejaban ir, incluso mi abogado. Había recibido una invitación nominal para asistir a aquella representación que tanta expectación estaba generando. Aunque los organizadores me aseguraron que la obra se representaría de igual modo sin mi presencia, confesaron que mi asistencia contribuiría al éxito final del espectáculo y que sabrían agradecerme mi participación. Movido por dichos consejos y por la curiosidad, decidí cumplir con aquel compromiso digamos social.
Había bastante público congregado a la entrada del sobrio edificio y aunque fui de los últimos en llegar a la sala, no tuve problemas en sentarme en primera fila pues la organización me había reservado un asiento, cosas del protocolo. El escenario era adusto y todo parecía cargado de solemnidad, sin duda con la intención de teñir con dicho atributo a la propia obra. Tras un silencio ceremonial entraron en escena los actores, ataviados con una pobre vestimenta negra. Comenzaba la función. Los intérpretes defendían sus papeles con tal maestría que conseguían hacer creer que aquella ficción era pura realidad.
A pesar de que usaban un lenguaje altisonante, cargado de fórmulas rituales que hacían casi incomprensible el parlamento, el auditorio parecía quedar hipnotizado por aquella estúpida jerga. Por otra parte, aunque el argumento era manido, según se desarrollaba la acción el público se mostraba cada vez más ansioso por conocer el final de la obra, lo que denotaba la astucia de la mente creadora de aquel espectáculo. Al final de la función, el actor principal con rostro severo se dirigió a mí: ¡Levántese! El efecto dramático fue fantástico, los ocupantes de la sala me dirigieron su mirada y pareció incluso como si un foco de luz me alumbrara intensamente mientras alrededor todo se oscurecía. No me sorprendí, reaccioné con naturalidad, conocía bien mi papel.
El actor pronunció mi nombre y sentenció: “Queda usted condenado a tres años y un día por el delito de fraude fiscal y blanqueo de capitales”. Puse cara de circunstancias. Los espectadores aplaudían aparentemente satisfechos. En ese momento falló el sonido. Según lo acordado debía sonar en la sala aquel antiguo bolero: “teatro, la vida es puro teatro, falsedad bien ensayada, pretendido simulacro…” Sin embargo, nadie pareció percatarse de ello. Una función imperfecta para una audiencia poco exigente. Eso sí, mi actuación fue intachable, merecedora de un cuantioso premio. De hecho soy, con creces, el actor mejor pagado de la compañía y todos lo saben.