En estos días, los cementerios de nuestras ciudades abandonan su paisaje lúgubre, solitario y apacible por otro que, más bien, parece festivo. Su trascendencia gris da paso a flores multicolores y a un público variopinto que acude en grupos, cargados con cachivaches varios y amena conversación. Se encuentran familiares y amigos que no se ven ni en la feria del pueblo y a esa romería llevan hasta a la abuela. Los niños también, que no hay con quién dejarlos. Hay quienes sólo acuden a su pueblo en esa fecha. Al principio por duelo, después para que no los critiquen, que hay quienes pasan lista al estado de las lápidas, y más tarde, por puro ritual. Es una forma diferente de echar el día, ver a los amigos de la infancia y después, probar el primer mosto y un buen plato en cualquier tasca o venta.
Creo que optaré por terminar en un cementerio, me parece más ameno que la cremación, no sea que me pase como a aquel vecino que, no queriendo incomodar a los hijos que emigraron con visitas de cumplido al camposanto, manifestó en vida su voluntad de ser incinerado. La familia, pasados unos días tras su muerte, con las cenizas en el salón de la casa, donde infundía cierta incomodidad, optó por enterrarlas bajo un árbol del jardín. Desde ese día, su perro, con el que nunca se le vio pasear, orina encima, no se sabe si por amor o por venganza.