En realidad no estamos todavía en la postpandemia, sino más bien en la quinta ola de la pandemia, pero después de casi año y medio de esta anómala situación sanitaria, en nuestro país -y me imagino que en la mayoría-, se han instalado unas nuevas formas de hacer y unas consecuencias sociales que parece han venido para quedarse y que no facilitan precisamente nuestra vida diaria o nos hace mejores o más solidarios, como se decía al principio, sino más bien todo lo contrario.
Por ejemplo, ahora hay que pedir cita previa para todo y las colas se multiplican, no siempre manteniendo la distancia de seguridad y con el agravante de que a veces hay que estar de pie mucho tiempo al sol, lo que claramente perjudica a las personas mayores. Para cualquier gestión podemos perder media mañana o una mañana entera, por simple que pueda parecer a primera vista. Esto es particularmente notable en las oficinas bancarias, que no sólo han suprimido muchas sucursales, con lo que se ha eliminado a bastantes empleados, sino que los que quedan suelen estar sobrecargados, prestan menor atención a los clientes y no siempre sus formas son las más correctas. Por no hablar de las abusivas comisiones que han impuesto la mayoría de las entidades bancarias, a veces con métodos que rozan lo mafioso.
¿Y qué decir del incremento abusivo de las tarifas eléctricas en plena ola de calor en casi toda España, tarifas que siguen subiendo sin que nadie les ponga freno? A pesar de las continuas reclamaciones de Facua, los consumidores estamos totalmente indefensos.
Ahora se trata de que todo se haga por Internet, pero el problema es que no siempre la página o la aplicación funciona correctamente. Si la gestión se intenta hacer por teléfono, la mayoría de ellos no contesta o te contesta una voz grabada a la que no puedes explicarle con exactitud la situación o resolver dudas. Las consultas en atención primaria se efectúan en principio también por teléfono. Todo esto supone, además de la evidente incomodidad para los que ahora se llaman “usuarios”, la supresión de más puestos de trabajo, tendencia que desde luego no es nueva pero está ya generalizada. Y los mayores —sobre todo los que no tienen a mano un hijo, un sobrino o un nieto que les ayude, porque muchos viven solos—, se vuelven locos con las crecientes exigencias tecnológicas. Muchos de ellos son objeto de fraudes o estafas, y el “pishing” está a la orden del día, tanto por Facebook, como a través del correo electrónico o los teléfonos móviles.
También el teletrabajo se expande, con lo que supone de indistinción entre el ámbito laboral y el privado. Puede parecer más cómodo, pero en realidad es más estresante e incrementa el aislamiento social. Hablando de trabajo, muchas personas no han cobrado a tiempo el dinero de los Ertes, que ya de por sí supone una importante reducción del salario normal; a otras se les pide que trabajen de manera voluntaria, sin cobrar, pues las empresas están fuertemente endeudadas. Algunas de ellas no cotizan a la Seguridad Social o sólo lo hacen algunos días, con el consiguiente perjuicio para los empleados. Hay que reparar las pérdidas y mantener los beneficios, pero no puede ser siempre a costa de los trabajadores. ¿Hasta cuándo el colchón familiar con un probable recorte de pensiones a la vista podrá evitar la absoluta desesperación de los jóvenes y de los no tan jóvenes?
En bares y restaurantes se nota la reducción de personal, así como el aumento de los precios para intentar recuperar lo perdido. Los camareros están desbordados y el servicio en la mayoría de los casos es deficiente. El número de mesas ha aumentado, pero invade las aceras sobre todo en muchos pueblos de la costa porque en teoría hay que mantener las distancias de seguridad, pero el resultado es un aumento de los casos de Covid por las aglomeraciones, ya que a veces los peatones tienen dificultades para transitar por las calles y mantener esas distancias.
El paisaje urbano se ha llenado, más si cabe, no sólo de negocios cerrados, sino también de personas pidiendo y/o durmiendo en cualquier rincón o portal, lo que resulta desolador. En un barrio de Sevilla detrás del hospital de la Macarena hay una familia viviendo en una tienda de campaña amarrada entre los dos árboles de una plaza. El padre perdió su puesto de trabajo, se alimentan en los comedores sociales y se asean en los servicios de un bar que está enfrente. El precio de la vivienda —en venta o en alquiler— sigue aumentando. ¿Para cuándo una ley de vivienda razonable, que también evite la ocupación por gente sin hogar de segundas propiedades? No es de extrañar que se haya disparado la instalación de alarmas, pero lo que en realidad necesitamos es un parque de viviendas sociales, como existe en otros países europeos.
Algo que también ha transformado el paisaje urbano es la proliferación de patinetes y bicicletas por las calles y sorprende encontrarse a cada vez a más paseantes de uno, dos o incluso tres perros. ¿ Esto último significa que quieren asegurarse, en caso de nuevas medidas estrictas, la posibilidad de salir a dar una vuelta, o es el incremento de la soledad ? Mucha gente, a pesar de las vacunas, sigue teniendo miedo de salir o de encontrarse con amigos y conocidos. Estamos todo el día dándole al móvil, pero el contacto virtual no puede sustituir a la comunicación personal.
Puede parecer fácil —y en realidad lo es— la búsqueda del amor y el sexo a través de las redes sociales, pero la mayoría de las veces, tanto para jóvenes como para maduros/as, se trata de relaciones pasajeras, a veces de una sola noche, parejas que al encontrarse en el mundo real se reconocen como incompatibles, o simplemente no se gustan por diferentes razones, lo que aumenta la sensación de fracaso, de superficialidad, de cosificación y de incertidumbre.
¿Será todo esto el signo de los tiempos y no habrá camino de vuelta a lo que llamábamos “una vida normal”? Sinceramente, esperemos que no.
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