Mi vecina ha llamado esta mañana a mi puerta, sigilosamente, como cada vez que sube para pedir algún favor. Desde que vino la pandemia, no levanta cabeza. En todas las casas donde iba a limpiar y los ancianos a los que cuidaba le dijeron que no fuera más porque les daba miedo el coronavirus. Los días más duros de la pandemia se los pasó en casa llamando a todos los servicios sociales habidos y por haber, sin que ni siquiera le levantaran el teléfono. Se recorrió todos las parroquias, todas las asociaciones y todas las despensas solidarias que había por la zona para poder comer.
“No sabes la vergüenza que paso mientras me llega el turno para que me den un paquete de macarrones, una latita de tomate frito, un litro de azúcar y cuatro cajas de leche”, me dijo un día abajo mientras le sujetaba la puerta. Ese día fue el día que me enteré que mi vecina, rubia, guapa, bien hablada, educada y con su casa reluciente, era eso que llaman pobres y que no ven los dirigentes del PP.
Mi vecina se llama María y tiene un hijo con 12 años, a dieta desde que tiene 10 porque vive con el hígado inflamado debido a que come demasiada pasta, arroces, carnes magras y poca fruta, verdura y pescado. El único pescado que su madre le puede comprar de vez en cuando es el panga, que sabe a plástico y se deshace en la sartén.
El hijo de María estudiaba muy bien y sacaba muy buenas notas, hasta que su madre empezó a descender por el infierno de la pobreza y pasó de ser un niño a un adulto que tranquiliza a su madre cuando la ve derrotada. “No te preocupes, mamá, que ya verás que pronto salimos de esta”.
María antes trabajaba de camarera de piso y, aunque tampoco podía irse de vacaciones, al menos iba al supermercado y se ahorraba la vergüenza de tener que hacer cola para que le den dos paquetes de macarrones, un paquete de tomate frito y cuatro cajas de leche. En estos dos años, María ha hecho todos los trabajos que ha podido. Siempre sin dar de alta: cuidar a ancianos, pintar casas, limpieza, vender helados en la playa y hasta vender tabaco clandestino.
En el último trabajo que tuvo, cuidando ancianos y limpiando, la llamaban criada en su cara y agachaba su cabeza y seguía porque cuando pensaba en irse se acordaba del hígado de su niño. Mientras atravesaba trabajos humillantes donde por trabajar mañana y tarde le pagaban 500 euros, los servicios sociales seguían sin cogerle el teléfono. Un ataque de ansiedad la llevó en ambulancia al hospital y desde hace dos meses espera cita para que la atienda un psicólogo de la sanidad pública. Mientras tanto, la tienen “acarajotá perdía”.
Después de año y medio presentando papeles, reclamando y yendo a la a todas las administraciones, donde un funcionario le llegó a preguntar si no le daba vergüenza no trabajar, por fin le vino concedido el Ingreso Mínimo Vital. 667 euros para ella y su hijo, para pagar luz, teléfono, alquiler, comida, ropa, zapatos, comunidad y una lavadora que se le ha roto este mes y que la ha tenido subiendo a lavar a mi casa. “Hijo que me vergüenza me da subir, pero es que no tengo manera de lavar la ropa”.
La palabra que más pronuncia María es “vergüenza”, porque los pobres no salen en la tele, no son protagonistas de los discursos oficiales, no lucen bonitos y no ocupan el papel protagonista de nada que se pueda mostrar. Los pobres han desaparecido del espacio público y los hemos enviado a las periferias, por eso no los vemos, por eso pensamos que es imposible que debajo de nuestra bloque haya una madre que manda a su niño con los zapatos rotos al colegio.
La invisibilidad de los pobres cumple una función social: hacerlos creer que la situación que viven es un fracaso individual y que se lo merecen. Los pobres sólo son útiles si reportan algún beneficio a los ricos, de ahí que sólo se hable de ellos en navidades cuando los usan como productos de souvenir en los rastrillos de beneficencia que organizan quienes fabrican la pobreza para poder lavarse la conciencia mientras montan el portal de Belén y amarran al balcón el trapo con el Niño Jesús en la cuna.
María y su hijo existen por miles, aunque los medios de comunicación sólo hablen de los pobres para reírse de ellos, deshumanizarlos o llamar populista a quienes los defienden. Los pobres nos incomodan porque su pobreza cuestiona nuestros privilegios y señala a quienes fabrican la pobreza, por eso hemos levantado muros invisibles que dividen las ciudades, los barrios y los países hasta hacer desaparecer a los pobres del relato público, de los informativos, de las páginas de los periódicos, del cine, de la literatura y de las instituciones. En la lucha contra la pobreza, van ganando los que quieren eliminar a los pobres.