Tenemos una admirable habilidad los hombres para darle la vuelta a la tortilla en aquellas situaciones en las que no salimos bien parados, y de esa forma revertir nuestras responsabilidades y errores en otras personas, principalmente en las mujeres.
Es una de las múltiples formas que tenemos de eludir las obligaciones en las tareas del hogar y de los cuidados, de practicar el arte del “escaqueo”, o el “no estoy capacitado para ello, ustedes estáis más preparadas y lo hacéis mejor” u otras artimañas, como hacerlo mal queriendo, para que ante nuestra ineptitud ellas opten por suplirnos, o aplicar esa fantástica táctica dilatoria de, “ahora lo hago”, para no hacerlo hasta que lo encuentras hecho, y entonces soltar eso de, “lo iba a hacer yo, pero te has adelantado” .
Pero esto no sucede solo en las tareas del hogar y los cuidados, sino también en cualquier otra faceta de la vida en la que se cuestionen nuestros privilegios, posición de poder o jerarquía. Nuestras negligencias son consecuencia de las obligaciones que hemos tenido que asumir, y lejos de reconocer los errores, nos presentamos como indefensas e incomprendidas víctimas, por tener que realizar unas tareas desagradables y duras, de las que otros, o mejor dicho otras, las mujeres, se libran.
Es evidente que con la aprobación por el gobierno de la ley que autoriza los permisos por paternidad iguales e intransferibles, y a pesar de los defectos que pueda tener, la igualdad da un paso de gigante, no solo por permitir la liberación de tiempo a las mujeres para poder desarrollar su vida personal y profesional con mayor libertad, sin necesidad de soportar el lastre que ahora tienen, sino por la posibilidad de imbuir en el hombre la consciencia de implicarse en las tareas del hogar y los cuidados como algo propio. A partir de ahora los hombres tendremos pocos argumentos para negarnos. Y aunque no todo será Jauja, y el gran peso de estas tareas seguirá correspondiendo a ellas, confío que todo vaya cambiando.
Pues bien, ante tan buena noticia, de la que todos y todas deberíamos alegrarnos, no han faltado voces criticando la medida, intentando dar de nuevo la vuelta a la tortilla, en un ejercicio de cinismo propio de la masculinidad, que es esa construcción social y política que nos hace a los hombres ser como somos.
En el colmo de los colmos y disparates, argumentan que la teórica desigualdad de la mujer, que la privó de determinados derechos, y señala como derechos, el de “conducir “ o el de abrir una cuenta en el banco”, también le otorgó “privilegios”, como su menor presencia en las guerras, en los trabajos arriesgados o difíciles, un mejor trato judicial o penitenciario, o su mayor protección en situaciones de catástrofe, salvaguardándolas junto a los niños, en detrimento de los varones.
Lo terrible no es que semejante aberración haya sido escrita por un hombre sin más, sino por un profesor de ética en una prestigiosa Universidad española, y que nadie haya salido a mandarlo a su casa, para que no vuelva a pisar un aula.
Se trata de nuevo de responsabilizar a las mujeres del mal gobierno y del modelo violento de convivencia que hemos creado los hombres. Porque si los hombres vamos a las guerras es porque nuestro modo de entender el mundo las ha creado y alimentado. Si desempeñamos en mayor número trabajos arriesgados y difíciles, es porque así lo hemos querido, al sobrevalorar la fuerza sobre otros aspectos, como los afectos y cuidados. Si salimos perjudicados ante situaciones de grave riesgo o catástrofe, es por esa estúpida y creída prepotencia de la masculinidad que nos hace pensar que somos superiores, y ellas seres débiles e indefensos, que necesitan de nuestra protección.
Porque nos guste o no, los hombres tenemos privilegios. Muestra de ello el recién aprobado permiso por paternidad. Seremos los hombres los titulares de este derecho sin haber movido un solo dedo.
Quizás los hombres debiéramos de reflexionar sobre todo ello, sobre nuestra forma de actuar, pensar y entender la vida, y por qué no, comenzar a reconocer al feminismo el inmenso trabajo que realiza.