El día de Reyes, el pasado 6 de enero, descubrimos –si todavía alguien tenía dudas– que Estados Unidos no es tan paraíso como se dibuja; que la democracia, tal y como la conocemos, ha sufrido en sus propias carnes un golpe enorme a manos de alguien, recordemos, que ha llegado a ser la persona más poderosa de la Tierra, presidente de los Estados Unidos. El ya señor (a secas) Donald Trump.
Desde incluso antes del final de las elecciones en noviembre en Estados Unidos, Trump ya adelantaba que no estaría dispuesto a aceptar una derrota. Él, que había llegado a gestionar todo un país como si fuera una empresa más de las suyas: sin ética, con desprecio a la competencia (véase el resto del mundo globalizado), sin escatimar en gestos, exabruptos y descalificaciones a diestro y siniestro, incluso hacia su propio equipo. Y se ha ido de la peor manera posible, alentando a sus más acérrimos seguidores a protestar y adoptar todas las medidas posibles para que el Congreso no aprobase a Joe Biden como legítimo vencedor de las elecciones y por ende futuro presidente de los Estados Unidos. Ya se veía venir, y en esta columna ya lo anunciaba hace un par de meses. Las posibles consecuencias violentas ante la derrota electoral de Trump y su negativa a aceptarlo. E incluso partidos de extrema derecha (españoles) han llegado a darle bombo y platillo a tales acciones. Ahí están los hechos: según la prensa, cuatro personas fallecidas —una de ellas por arma de fuego— y más de 50 detenidos. Portazo a la democracia en la casa de la democracia…
Podemos hacer varias lecturas de estos acontecimientos. En primer lugar, seguimos esperando una explicación o disculpa de Trump. ¿Trump disculpándose? Mejor esperemos sentados. Tan solo una declaración condenando la violencia, reconociendo (por fin) la victoria de Biden y asegurando –una vez más– que habrá una transición pacífica de la administración… Trump siempre se ha presentado como alguien por encima del bien y del mal, y ante este panorama dantesco, por desgracia, no creo que sea la excepción. Así, se ha procedido a un hostigamiento verbal por su parte contra las instituciones democráticas, un llamamiento al levantamiento o al menos a no aceptar los resultados electorales y adoptar medidas en su contra. Ahí están los resultados: ocupación a la fuerza del Capitolio, claro tipo penal de sedición, como ha manifestado el propio Biden. Al menos en nuestro sistema legal, a Trump se le podría acusar de incitación a la violencia, como poco. Y la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi ha declarado que o lo destituyen o lo procesan… Al menos alguien que dice algo con sentido.
En segundo lugar, los propios seguidores de Trump que han aceptado las tesis paranoicas de su líder supremo y se han creído a pie juntillas que todo era un complot institucionalizado para expulsarle de su legítimo hogar, la Casa Blanca. Aún sin ser un experto, desde un punto de vista sociológico, no hay por dónde coger tales planteamientos, y daría para muy buenos estudios sociológicos doctrinales y de campo. En su mayoría ciudadanos de la América profunda y conservadores. Pero cuidado, solo en su mayoría. Si hay algo que ha sabido aglutinar Trump es a todo ciudadano, de cualquier condición, raza o nivel económico descontento con la administración estadounidense. Lo dicho, óptimo para mis compañeros sociólogos.
En tercer lugar, con la acción del 6 de enero y la ocupación del Capitolio, los nacionalismos y/o populismos llegan a su mayor apogeo. No estamos hablando de un país en crisis, que ha surgido de un conflicto armado o de los que se conocen como Estados fallidos (Failed States). No. Estamos hablando de lo que supuestamente es la mayor democracia del mundo (hablar de la Democracia en Estados Unidos daría para una Enciclopedia, pero mejor lo dejamos para otro momento...), y en la que su símbolo más democrático – el Capitolio -, donde alberga a los representantes de la soberanía nacional, han sido directamente atacados… por sus propios ciudadanos. Aquí no hay un ataque organizado por grupos terroristas o extranjeros. Son ellos mismos los que no aceptan sus propias reglas. El cénit del populismo. En otras circunstancias geográficas, no duden que estaríamos ante un golpe de estado en toda regla. La Democracia queda así herida y desangrándose.
En cuarto lugar, el posible paralelismo con situaciones similares en Europa. Esto es, el peligro de crear un precedente en países donde los populismos están asentados y en donde tras unas elecciones, uno de los candidatos considere que no se han respetado las normas previstas, acusando al sistema de manipulación y/o corrupción… y sin pruebas. Esto es realmente muy grave, especialmente en países de nuestro entorno, incluido el nuestro, en el cual los principios democráticos, reconocidos constitucionalmente, son la piedra angular de la convivencia pacífica de la población. Países como Hungría o Polonia, donde los populismos –en ambos casos de derecha– están gobernando, corren el riesgo de sufrir situaciones similares a Estados Unidos si no se respetan las reglas de juego. Del mismo modo en España, donde partidos populistas –esta vez de izquierdas– y que actualmente forman parte del Gobierno, deberían tener en cuenta las posibles consecuencias de sus algaradas para “rodear el Congreso” cuando han estado en la oposición. Una cosa es lanzar ideas –de una estupidez supina, en mi opinión– y otra bien distinta es saber las consecuencias de las palabras y ser lo suficientemente inteligente para entender que no se puede controlar las acciones individuales de las personas; especialmente cuando son acciones violentas.
La democracia se construye y desarrolla entre todos, con unas normas establecidas en nombre de la soberanía popular. Aquellos actores que no acepten o no quieran respetar dichas normas, se encuentran fuera de los parámetros mínimos de convivencia social, por lo que no deberían formar parte de los órganos del Estado.
Ojalá lo acaecido en Washington D.C. el 6 de enero de 2021 se quede únicamente en un mero hecho aislado como colofón a la salida de un oscuro personaje como Trump de la Casa Blanca. Y que no se convierta en una peligrosísimo precedente en otros países. La democracia está en juego.