Veinte en clase, sin baremar, baja natalidad, tiempos crudos para más hijos. Ya se sabe, las crisis, la inflación, las guerras, la contaminación, el mundo que se nos cae a pedazos de las manos.
Veinte en la clase, examen final, fuera de la mesa todo que no sea boli, folio y balón. Muchos se lo juegan todo, el resto del año casi ya no importa, no vale, no ha existido y el éxito, la gloria o el fracaso se concentran en este instante.
Y a ti te gustaría que tu hijo fuera de los empollones, poder pasear tu alegría y tu orgullo y sentarlos en la parte de atrás porque a tu hijo esta vez le toca delante, se lo ha ganado, que firmara con sus notas la promesa de un futuro brillante, tu tranquilidad y quién sabe si tu jubilación, no, no, no, eso no importa, que se salve él, que no tenga callos en las manos y la espalda rota de trabajar como tú, que ya te conformarías con engordar con las reuniones con sus tutores para felicitarte, las miradas de envidia de otros padres, sus exámenes perfectos expuestos con imanes en la nevera. Pero no.
El chico Barça normalmente no baja del sobresaliente y ha sacado las mejores notas este año, imagino a sus padres paseando ufanos por Las Ramblas, vestidos de domingo, aparcando los problemas legales de la empresa para celebrar el triunfo, más contentos por mirar desde arriba al otro chico sobresaliente rival que por lo logrado. El empollón Madrid llorando, no ha sacado un diez, no ha sido el de la máxima nota, lágrimas gordas a pesar del nueve, odioso, repelente, pero no sabemos si tal vez está pensando en el momento de darle las notas a papá Floren y se lo imagina sacándose la correa, disgustado, decepcionado, cargando el aire de reproches, no te he educado para esto, de qué ha valido todo el dinero, los caprichos que te he dado. Los de notables chocando sus manos, imaginando el premio de las escapadas por Europa. Los tres que se marchan cabizbajos a casa porque no han pasado de curso, esperando la bronca, los castigos, la reducción de la paga, el no de las televisiones.
Luego está tu hijo Cádiz y los que son un poco como él. Los mediocres, los vagos, los golfos. Bailando sobre el alambre antes del examen, media de mierda, de cuatro y pico, tal vez sí, tal vez no, margarita. Y como padre ya sabes en el fondo cómo es, eres consciente de sus capacidades, aunque a veces te quieras engañar cuando en un examen suelto dé la campanada, qué le vas a hacer, eres de sangre caliente y montas la playa al mínimo atisbo de sol.
Pero lo normal es que tu hijo coja el libro unos días antes y rece al patrón de los imposibles que caiga algo de lo que se ha mirado. Y a lo mejor alguien escucha la plegaria suya y tuya porque recalculando la media da el cinco, aprobado raspado, suficiente y al final de la carambola su nota es la catorce mejor nota. De veinte. Así te lo venderá. Obvia que no ha sido el mejor año para ninguno, obvia las comparaciones con la clase Premier de al lado.
Y tu hijo estalla de júbilo con su examen lleno de tachaduras rojas y algunos aciertos y, mientras otros con mejores notas y mejores fuentes lo miran de reojo, con vergüenza ajena, estás loco perdido, es tu hijo el que propone la fiesta, la exageración, la borrachera, quemar la noche, profanar la fuente de la ciudad, bañarse hasta el amanecer.
Y tú lo ves llegar de madrugada con la cara pintada, hecho zorros y empapado, y se te escapa la sonrisa cuando él te muestra exultante el examen arrugado y mojado como si fuera un trofeo matrícula de honor. Y lo abrazas sin importar que tu pijama acabe calado mientras le dices al oído que vale, que muy bien, que no pasa nada, pero que te prometa por favor que el año que viene lo hará mucho mejor. Aunque en el fondo sabes que no servirá de nada, que tener un hijo también es sufrir y aceptar, que es golfo, vago, alegre y amarillo y lo dejará todo para última hora, con tensión de muerte, como mejor se disfrutan las victorias. O los empates. Mientras de la media. Mientras den los puntos.