Creo que lo de que no debes procurar volver al sitio donde has sido feliz es mera quimera.
Creo en el olor a café mexicano recién hecho que inundaba nuestro pequeño hogar todas las mañanas, en nuestra tostadora a la que había que golpear para que funcionase. Creo en la pila de Vogues manchadas que nos miraba desde al lado del televisor, y en que, cuando necesitábamos un bolígrafo, no había manera de encontrarlo. Creo en nuestra manía de no comprar un tendedero y llenar la casa de ropa cuando llovía, en nuestras bombillas eternamente fundidas, en nuestro desorden crónico (sobre todo durante aquella plaga de polillas que asoló Madrid en el verano de 2012) y en nuestros días de resaca.
Creo en las charlas inesperadas que nacían en el oscuro salón, en nuestras feroces críticas a todo y a nada, en el armario lleno de botellas vacías que encerraban historias de noches míticas. Creo en nuestros miles de planes que no se cumplieron, en los que no planeamos y surgieron sin más, en las noches de Malasaña y en las de charla interminable de madrugada.
Creo en mi armario desordenado, en mi mesa que ya no era tal, sino pila de libros, porque siempre he creído que eso es señal de una mente despierta. Creo en mi habitación madrileña, a la que siempre me encantaba volver; creo en el Retiro, en la Gran Vía, en la Plaza Mayor, en el Madrid de los Austrias, en los domingos de Rastro y vermú que culminaban un fin de semana ajetreado, y en los que eran nuestros antros favoritos.
Creo en la buena música, y más cuando es compartida, y en los libros, y en que ambos han dado forma a mi educación emocional; en ver capítulos repetidos de Friends 80 veces, creo en los perros, de los que podríamos aprender mucho, en las libretas que guardan tachones y más tachones, en que suelo llegar tarde, aunque sigo trabajando en ello. Creo en Madrid, a la que vuelvo muy pronto, en su amor-odio hacia todo el que va a vivir allí, pero también en mi sur; y creo que lo de que no debes procurar volver al sitio donde has sido feliz es mera quimera.