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Los miro. Observo el transcurrir de sus días, siempre activos, siempre atentos a las necesidades de los pequeños, y todo sin aspavientos, como si lo más normal del mundo fuera que la vida cotidiana de unos jóvenes de treinta y pocos años consistiera en olvidarse de ellos mismos y volcarse en esos frutos de un amor que, a pesar de todo, parece fuerte y profundo.

Los puso a prueba ese niño que nació diferente por obra y gracia de algún descuido profesional, o quién sabe… A veces es el destino quien nos pone a prueba y nosotros respondemos como podemos. Hay quien se viene abajo con cualquier cosa: yo misma por poner un ejemplo. Otros, sin embargo, son optimistas, creen en el futuro y están llenos de generosidad y de esperanza. Ellos son de estos últimos. Por suerte tenían ya un hijo, que era la alegría de sus vidas y que crecía sin problemas. Quizás por eso no se hundieron, sino que echaron agallas y se empeñaron en continuar luchando y viviendo lo más confiados posible.

En lo más profundo de su ser sabían que Dani acabaría corriendo y jugando a la pelota por la calle empedrada del pueblo, y que compartiría pupitre con otros niños de los que llamamos normales. Confiaron. Fue algo así como una corazonada y se dedicaron a él en cuerpo y alma; aunque eso sí, con la ayuda de la abuela. A ella, como a tantas abuelas, habría que hacerle un monumento por saber estar ahí, a las duras y a las maduras. Todo habría sido mucho más difícil sin su presencia siempre atenta, sin su disponibilidad y dedicación a las necesidades de toda la familia. Tiene casi 80 años y sigue al pie del cañón, echando algo más que una mano. Es un puntal en la casa, el apoyo fundamental de su hija y la cuidadora principal.

Aunque no pueden negar la dureza de los inicios, el paso del tiempo fue confirmándoles que aquel pequeño, sin fuerza en sus miembros, tenía más posibilidades de las que ellos habían previsto. Buscaron recursos adecuados, invirtieron tiempo, energías, dinero, y mucho… mucho amor incondicional. Dani se ha levantado; su cuerpo ha respondido y ya se desenvuelve casi con normalidad por las empinadas calles del pueblo. Tenían tanta confianza en el futuro que hasta quisieron tener otro hijo y vino Isabelita.

Parece mentira, pienso, mientras los veo al otro lado del mostrador de la pequeña tienda que regentan, turnándose para poder atender a las necesidades de las criaturas. Los veo salir y entrar, sonreír, jugar como adolescentes, cuando Isabelita demanda atención. Me sorprende y admiro cómo viven con total normalidad, sin dramatismo alguno eso de que su hijo sea “diferente”. Son jóvenes de esa generación educada en la comodidad, de espaldas a las renuncias y al sacrificio, herederos de un tiempo en el que esos valores eran el centro de la vida, especialmente la de las mujeres. Por eso resulta más asombroso verlos con esa alegría, asumiendo las responsabilidades y dando respuesta inteligente y libre a su situación.

Pero se les ve capaces de enfrentarse incluso a las viejas costumbres: el hombre hace esto, la mujer esto…En un pueblo pequeño, los roles están muy marcados y el que tiene la osadía de salirse del redil puede quedar marginado del grupo. Pues Juan Miguel, ese muchacho fornido y de ojos claros, hace caso omiso a todo eso de la costumbre y consigue que Lola pueda disfrutar de su espacio, de esos alegres encuentros con las amigas que le hacen más llevadera la vida cotidiana. Lo comparten todo y parecen hacerlo sin muchos conflictos.

Una pareja ejemplar. Así son Lola y Juan Miguel. Así los veo cada vez que me acerco por el pueblo a pasar unos días y me producen una gran admiración y ternura. Ojalá que todo lo que están poniendo en la crianza de sus hijos y la alegría y confianza con la que llenan sus días les sean devueltas con creces. Se lo merecen.

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