Tuve que despedir a Cati, no tenía otra alternativa.
Unos días antes, mi madre quiso que yo luciera, en la boda de mi hermana, el collar de oro blanco y aguamarinas que ella sólo se ponía en ocasiones especiales. Ella nos contaba que era un regalo de su madrina, tan rica como cariñosa, que lo compró en Tiffany cuando estuvo en Nueva York.
La celebración se prolongó y yo volví muy tarde y cansada, no me entretuve en bajar al despacho por el estuche y lo puse en mi tocador, junto al cofre de madera tallada. A la mañana siguiente me quedé dormida, así que me fui a trabajar a toda prisa.
Cuando llegué por la tarde, el collar no estaba. Revolvimos toda la casa por si distraídamente lo habíamos guardado. No apareció. Cati era la única persona ajena a la familia que había entrado. Ella lo negaba rotundamente, entre lágrimas. Yo le repetía una y otra vez que habíamos perdido la confianza en ella, después de tantos años con mi familia, que no debía haberlo hecho por muy mala que fuera su situación. Añadí que no la denunciaba por caridad. También es cierto que estuvo mucho tiempo trabajando sin asegurar y no quería salir perjudicada. Mis hijas se cogían de su ropa al verla marchar. Yo les conté que tenía que irse para cuidar a su madre enferma.
Un cuñado policía hizo algunas indagaciones por su cuenta y, ni rastro del collar, o mejor, de la gargantilla. A veces la contemplaba en una foto enmarcada, una elegante cadena, de la que colgaban cinco piedras del mismo tamaño y color que las pupilas de mi madre, rodeadas de pequeñísimos diamantes, o, seguramente, circonitas.
Durante meses y años estuve esperando que viniera a devolverlo o explicarnos, pero, nada. Sólo supe que al principio merodeaba por el colegio de las niñas, observándolas a la hora del recreo y tuvimos miedo. Mi madre se sentía culpable por habérmelo prestado; yo, por haber provocado el robo; mi hermana, por ser en su boda; mi marido, por no haberla denunciado. Se convirtió en un tema tabú para la familia, hasta ayer.
Como mis hijas estaban de campamento, decidí regalar juguetes que no usaban y… ¡Dios mío!, ¡no podía creerlo!, en el fondo de un baúl encontré una muñeca con el collar puesto. Un frío me recorrió la espalda y salí hacia la casa de Cati. Las manos me temblaban al volante y la humedad en los ojos me dificultaba la visión. Estuve a punto de volverme. Pero llegué. Al preguntar por ella, no sabían nada desde hacía tiempo. Había vuelto a su país.