Un grupo de personas mayores.
Un grupo de personas mayores.

Estremece hasta el punto del horror comprobar que han muerto 3.500 de nuestros ancianos infectados por el coronavirus en las residencias de mayores. A veces la tormenta deja al descubierto la realidad que estaba escondida detrás de la hojarasca de los discursos, las prisas y el buen tiempo. De la misma manera, el estado de alarma a causa del coronavirus está dejando al desnudo las carencias y la crueldad de un sistema en el que el éxito consiste en dejar atrás a los demás, en este caso a nuestros mayores.

¿Dónde están nuestros mayores? ¿Dónde están, quien les atiende, como se sienten? ¿Cómo viven la última etapa de sus vidas quienes nos cuidaron, quienes trabajaron, quienes levantaron a pulso cada uno de los avances sociales y bienes materiales que hoy nos parecen tan naturales como caídos del cielo? La calidad humana de una sociedad se mide por la protección que dedica a las personas más débiles y vulnerables, y se trata de un compromiso colectivo al que debemos atender como si nos fuera la vida en ello porque a ellos y ellas, literalmente, se les va la vida.

La situación de las personas mayores que por distintas circunstancias no pueden ser atendidas en el hogar familiar no puede ser más triste, pero, como ahora comprobamos, sí que podría ser más dramática; las residencias para mayores están desbordadas por la pandemia, pero también por años de dejadez, falta de recursos y ausencia de supervisión de los poderes públicos sobre las condiciones materiales y humanas en las que se desarrolla la vida de los ancianos y las trabajadoras.

Los poderes públicos tienen la obligación de atender a las personas en situación vulnerable, no es una opinión, no es caridad, es humanidad y es la ley. Así se recoge en el artículo 50 de la Constitución “…Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio”.

Pero lo que ha quedado claro es que la situación de la mayoría de las residencias, no solo no se acercan a estos objetivos de bienestar, sino que son pocas, mal atendidas o directamente gestionadas como un negocio. El sistema de conciertos o lo que llaman eufemísticamente colaboración público-privada, se ha convertido en un nicho de negocio para multinacionales o fondos buitre, para los que el control público ni está ni se le espera.

Las residencias de mayores deberían estar cerca de los lugares en los que las personas han desarrollado su vida para no perder sus vínculos familiares y sociales, para facilitar la colaboración del voluntariado y garantizar la cercanía social y la transparencia más allá de la supervisión oficial.

Y sabemos que es posible: ahí está el ejemplo de la Residencia Vedruna de Puerto Real, es una residencia concertada, sí concertada, con un colectivo de mujeres muy arraigadas en el pueblo, que abordan su labor como un deber social, público, colectivo, que nos concierne a todas. Que ejercen su tarea con profesionalidad, que hacen justicia con el corazón, sabiendo que no son un aparcamiento de personas ni una pensión ni un paréntesis final, sino que son el lugar en el que personas con diversos niveles de autonomía personal hacen su vida y sus relaciones.

Por contraste, duele ver esas residencias en las afueras de ninguna parte, grandes edificios en los que los días deben pasar como pasan los coches por la carretera que se ve desde lejos. Y allí, en medio de esos páramos, ¿Quién les visita? ¿A quién pueden acudir si algo va mal? ¿Quién supervisa que todo vaya bien? ¿Quién les escucha? Grandes edificios, grandes inversiones en los quien tenía que ganar ganó, grandes empresas cuyos propietarios no conocemos, grandes negocios privados que siguen creciendo sobre las necesidades sociales y las subvenciones públicas.

Y por dentro de estos recintos, grandes olvidos, gran soledad, grandes cegueras hasta que el virus nos quitó la venda. Hasta aquí hemos llegado, a esta desolación es a la que tenemos que responder: mayores enfermos, trabajadoras desbordadas, refuerzos que no alcanzan a las necesidades reales y vitales.

Valoremos lo que es público, no convirtamos las necesidades en negocio, ni a las personas en mercancía porque estamos asistiendo a los resultados en sufrimiento y en vidas. Ahora toca disponer todos los recursos de la nación a disposición del interés general (Constitución Española) lo que hoy se traduce, en concreto, en salvar las vidas antes que las fortunas. Y mañana, que nunca más llegue el largo olvido con el que aislamos a nuestros mayores, porque ellos son nuestra memoria y la forma en que les atendemos dibuja nuestro futuro individual y colectivo.

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