Hace unos días se anunciaba la jubilación de Juanjo Cardenal, la magnífica voz del concurso Saber y Ganar durante sus casi 25 años de andadura. La abundancia de entrevistas en medios de comunicación durante estos días y la ubicación del hashtag #GraciasJuanjo como primer trending topic nacional dan buena cuenta del impacto de la noticia. Se trata de un caso de popularidad tremendamente peculiar: un miembro del equipo de un programa de televisión dedicado a la cultura, cuyo rostro solo ha sido visto por la audiencia en muy contadas ocasiones.
Y, sin embargo, comparto con la mayoría de la audiencia que se expresaba en Twitter un extraño pesar, una sensación de melancolía, una especie de pequeña bofetada propiciada por el lento pero inexorable paso del tiempo.
Nuestras vidas actuales parecen estar marcadas por las variables. Verdades relativas, sentimientos volubles, lazos débiles y personajes en escala de grises son solo algunos ejemplos. Modernidad líquida, lo llamaba el sociólogo Zygmunt Bauman. Hoy es esto, pero mañana puede ser lo otro. Como pollos sin cabeza en esto de la vida, buscamos constantemente la cresta de la ola en una suerte de hedonismo que no suele conducir a sentirnos bien de una forma sostenida en el tiempo. Esto tiene sus ventajas, por supuesto. No es que añore la vida de nuestros antepasados que a una cierta edad se casaban, conseguían su trabajo y su rutina, y sabían que su vida iba a permanecer prácticamente inmutable a lo largo de los años, como en el Pueblo Blanco de Joan Manuel Serrat. Pero, en fin, constato una realidad que nos afecta a muchos.
En ese contexto, cuando sucede algo tan poco relacionado a priori con nuestras vidas cotidianas como la jubilación de Juanjo Cardenal, echamos de menos las constantes, las cosas que, pase lo que pase, siempre están ahí. Estoy seguro de que muchos de quienes emplearon el hashtag #GraciasJuanjo no veían el programa desde hacía años. Pero eso no implica menor tristeza. Una similar a la que sucede cuando te enteras de que cerraron ese bar que llevaba toda la vida en tu barrio, que dejaron de fabricar aquella barra de regaliz que consumías cuando ibas al colegio, que murió aquel cantante que escuchabas hace 20 años o ese profesor que te dio clase en la Universidad.
Son constantes, personas o cosas que nos hacen sentir que algo permanece en este voluble mundo nuestro, que algo es firme cuando todo se tambalea. Y, por supuesto, estas cuestiones de poco impacto directo en nuestras vidas no son las únicas. Muy por delante están las personas, las personas constantes. Esas que, cuando las variables vienen mal dadas, te dicen: “entra, te daré refugio frente a la tormenta” (Bob Dylan dixit). Esas que asumes inconscientemente que formarán siempre parte de tu vida y un buen día se alejan física o emocionalmente, o sencillamente abandonan esto de la existencia. “Qué pena de ley de vida, qué pena de ley del tiempo”, cantaba Javier Krahe.
El shock es siempre mayor porque damos las constantes por hechas. Tendemos a pensar que las constantes lo son por esencia, mientras que solemos volcar nuestros esfuerzos en las variables. Y un buen día la constante deja de serlo, y sentimos que algo que debía ser inalterable también se ve afectado por el paso del tiempo. Y, claro, sufrimos.
Esta extraña columna de hoy no es un sermón con moraleja. Es solo la constatación de un pequeño momento de tristeza intrascendente, y el intento de explicarme y explicarnos por qué nos afecta tanto. Mientras tanto, este gazpacho de variables y constantes que es la vida continuará su frenético baile.