A Ana la mataron. Dos semanas después de aparecer en televisión para contar la agónica historia de su vida, su ex marido le prendió fuego.
Hace apenas unos días, Ana habría cumplido los ochenta. Sería una de esas entrañables abuelitas sureñas que disfrutan de lo lindo plantando el puchero y la ternera para un regimiento. De cardado ceniza, jersey de punto y medalla de la virgen del Carmen. Hace veinte años que no está y demasiada gente la echa en falta. Veinte años… apenas un suspiro. A Ana la mataron. Dos semanas después de aparecer en televisión para contar la agónica historia de su vida, su ex marido le prendió fuego. A la espalda quedaban cuatro décadas de palizas, de insultos, de vejaciones y de dolor. Un dolor infinito. Ana dio la cara con la valentía temeraria de quien ya lo ha sufrido todo.
Todavía en este mundo, otra Ana se mira al espejo. No lo hace casi nunca pero esta mañana el cristal del ascensor le devuelve traicionero su esquivo reflejo. Ya tiene dominado el truco de la base de maquillaje. El 14, ese es el tono correcto. Dos por encima de su color de piel; lo necesario para cubrir el verdor tenue de los golpes que ya se despiden, aunque insuficiente contra el morado intenso de los que acaban de llegar. Esos días es muy difícil disimularlos y conviene más no salir de casa. Ana ya no trabaja en aquella oficina. Lo dejó. Tuvo que hacerlo. A veces se sorprende a sí misma comprando de más para tener reservas por si acaso —la previsión del horror, podríamos llamarlo—. En el mercado, Ana detiene su mirada en los pequeños detalles: se fija en las uñas siempre húmedas de la pescadera, en el botón de la bata que le falta al carnicero, en ese baldosín suelto del pasillo central con el que se topa a diario. Hace mucho que Ana no mira a los ojos. No se atreve.
Ana conoce bien la teoría. Sabe incluso cómo aconsejar a una amiga. Qué palabras decir, cómo ser delicada pero firme, cómo mediar. Sabe qué es aquello que su hija nunca debe tolerar y sabe cómo enseñárselo. Sabe que amó. Sabe que aborrece. Pero en la historia de su vida, todo es más complejo. Lleva demasiado tiempo ansiando algo de luz en sus días febriles. La atormenta formar parte de un juego macabro en el que solo es un muñeco. Le duele ser menos, respirar por la herida, sentirse responsable, dar lástima. Le da rabia agachar la cabeza, bajar la mirada, perder una y otra vez ante el malo.
A nuestra Ana, la que sigue aquí, le pesan sus 43 años como si llevara a cuestas 43 cuchilladas mortales. Una —ella lo sabe— por cada mujer asesinada en 2017 y la última, la que más duele, la de su propia carne. A Ana la van a matar, es solo cuestión de tiempo. Mientras tanto, seguimos sin pacto de Estado, sin recursos, sin planes b; seguimos con la doble moral, con los chistes machistas y con las modelos en bragas. Seguimos temiendo ver el precinto de su puerta en las noticias. Pero lo veremos. Veinte años no es nada, como cantaba Gardel.
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