Se fue agosto y casi se va el verano y todo comienza de nuevo. La vuelta a lo cotidiano, a la agradable rutina. Pero aún quedan días del verano del 21 y me gustaría compartir un trozo de felicidad.
A veces lo bello se hace complejo de contar.
La cuestión es trasladar a los lectores lo que el escritor ve y siente, y que a su vez ellos, es decir ustedes, sientan lo mismo. O se acerquen a semejantes emociones.
Veo cielos celestes, un mar pintado de turquesa con trazos azules oscuros casi negro en sus misteriosas profundidades.
Rocas de pizarras y cuevas esculpidas por los azotes de las olas.
Piso las dunas de Punta Paloma, y desde su altura veo un inabarcable paisaje que se presenta milenario y grandioso ante mí.
Veleros blancos, tablas de kitesurf balanceándose mágicamente andando sobre las aguas, y al fondo África.
En estos días claros y despejados de montaña se acercan y hasta se avista la playa de Tánger.
Sus ferrys cruzan a un lado y otro de la orilla.
Me alejo y encuentro un chiringuito sobre el pico de una loma. Existen, hay maravillas sin viajar muy lejos. Es aquí donde decido hacer mi particular rengue para comer.
La situación privilegiada del lugar hace que todo sea un mirador, y como un ave más, oteo el horizonte mientras picoteo ricos manjares y buen vino.
Después, bajo por un sendero de arena donde a cada vuelta entre juncos asoma un trozo de mar. Tropiezo con ramas, al paso me salen buganvillas rosas y amarillas que caen por el camino hasta acabar en la playa.
Allí está ella extensamente blanca y caigo rendida en sus brazos de arena.
Luego la brisa me abrazó y ya no pude resistirme a ese ligero y agradable sueño que va cayendo suave bajo el sol en este verano del 21.