Estoy tomando café protegido junto a una pared, en una esquina, y el café está a la Vuelta. Es un estanco y solo atiende afuera. No es Navidad, todavía, pero ya nieva suavemente y los copos me caen encima mientras tomo mi café, entre bocanadas de habanos que fuman en las mesas cercanas y que, por suerte, no llegan hasta mí. De pronto mi pensamiento ha quedado rasgado por este recuerdo mientras desciendo la escalera, desde el departamento, y me encuentro con el encargado del edificio, entrañable persona y por ello me molesta aún más no recordar ahora su nombre. Alumbrando la escalera con una vela porque la luz se fue, razón también por la que huyo a mi café de todas las mañanas. Matías se quedó en casa de Charo y le tengo que avisar porque sus medicamentos de la heladera corren peligro de perderse si pasan muchas horas sin frío. Lo espero y tomamos juntos el segundo. A pesar de la inflación galopante, todavía nos podemos permitir un segundo café prácticamente todos los días, sentados en la vereda a unas mesas amarillas de chapa, junto a un auto, un Citroën dos caballos de color verde intenso como la fachada delante de la que está. Conversamos sobre dónde seguiremos el día, en algún café que tenga enchufe para la computadora. Es diciembre y quizá por ello volvió a mi memoria, por un momento, aquel recuerdo cálido de algunos de mis inviernos.
Es agosto. Los días alternan entre lluvias copiosas, con las que la temperatura se atempera, y el calor sofocante. Los gauchos con amplias bombachas pensadas para la cabalgada salvaje, tan semejantes a las faldas, del Museo de Montevideo, se me antojan la imagen más idealizada del verano y más cargada de su aventura. Están entre amigos, con sus esposas, pero Blanes los pinta rezumando verano y aventura en una naturaleza inabarcable, para un país tan chiquito. No hay preocupación ninguna, solo quietud y el fluir con las cosas y la naturaleza. Hay, sí, una brutalidad tapada y acordada de que todo será para la buena marcha de las cosas, eso que Barrán en su ‘sensibilidad del uruguayo’ describe mediante una palabra que no se sale de mi memoria: carnear. Una brutalidad que desde la ciudad quieren dejar superada mediante el buen tono civilizatorio frente a ese carneamiento enquistado como la barbarie. Pero si continúo mirando a esos chiripás, olvidando la forma del mundo al que pertenecen ellos o la interpretación que de ellos se hace, esa me parece la imagen del verano de nuestro mundo: la isla de tiempo para la ventura, el descubrimiento y el placer de la libertad con una naturaleza benigna.
De esa lucha, descrita por Barrán y graficada e idealizada por Blanes, se volverá posible el carneamiento de la sociedad: la civilización entendida, ahora, por los oligarcas; la naturaleza toda a disposición, ahora, de los oligarcas. Y toda esa sociedad que quiere abrazar la civilización y la idealizada posesión sin límite de la naturaleza y la libertad, abrazando a los oligarcas.
Tengo para mí que ni los charrúas ni los chiripás entendían la naturaleza ni la libertad para la destrucción, sino para su permanencia. El verano, tan gozosamente disfrutado a la orilla de algún agua o sombra, es la isla de tiempo y de fantasía espoleada por alguna que otra aventura leída en alguna fantasía. ¿Un paréntesis? No lo sé, si simplemente se puede cerrar el paréntesis y seguir como si nada.