Los libros olían a esa pequeña porción de lignina que siempre queda en el papel antes de hacerse libro. Igual que siempre quedan unos granos de arena en los zapatos; como los confetis de Carnaval que siguen apareciendo después de los años en el bolso o en la mochila. Nada empieza de cero porque los restos de algo que tuvimos cerca, o que vivimos, reaparece del modo menos inesperado, se entrevera con nuestro cotidiano y reaparece. Aunque sea por un momento, un destello de luz que nos cegó la vista por unos instantes, el día que nos quemamos los pies porque habíamos olvidado las ojotas, la crema protectora que extendimos ingenuamente sobre la piel de alguien esbozan una sonrisa inesperada entre las comisuras de nuestra boca.
A veces, como este año, el verano se percibe raruno y ocurren cosas de cuando hace frío, de cuando llueve o está gris: que el fascismo gane unas elecciones otra vez, que la policía corra a bastonazos a los abuelos que protestan por el veto presidencial contra la subida de sus pensiones de hambre. Que solo dos guerras nos preocupen y que cuando pienso esto tenga yo mismo que recordar que un canal de televisión recordó una más, una que hay en Sudán, y que me llevó a pensar que aquello nos lo decían de pronto, de la nada, para que no pensemos que solo nos preocupan las que caen cerca de nosotros. ¡Qué pronto se pasaron los Juegos Olímpicos de verano!, que son los de invierno los que nombramos con apellido, que son los paralímpicos los que se celebran casi en secreto, que los tres ya quedaron usados y olvidados, que no forman parte del entrevero de memoria de este verano excepto que se tratara de una cena última o una farra, precisamente, olímpica ofrecida por Dionisio o Baco. Que incluso esa cena con puente en el suelo ya quedó olvidada. No es que en el verano europeo nunca ocurriera nada: 14 de julio de 1789, 18 de julio de 1936. Los últimos veranos eran olas de calor, gotas frías y desastres por el cambio climático.
Ayer quemaron la caballa en Cadi como si el final del veraneo fuera el del verano también, solo porque ya empieza la escuela. Curioso que empiece cuando la escuela termine. Como si la escuela no pudiera quedar contaminada por el verano o el verano por la escuela, y ahora lo tenemos sucio de guerra y de fascismo, que ni la lejía le va a sacar las manchas al de este año. Se quemaron menos bosques, porque la lluvia se entreveró con el calor extremo. Todo el fuego de este año estaba en los cañones, como si quedara bien literaturizar el desastre humano de la guerra. No hay épicas de este verano. Pero no nos volvamos puritanos para condenar la alegría y reivindiquemos a Deleuze para cultivarla sin cinismo. Septiembre siempre fue un mes declinante y bello del verano.
Ahora, como sin vacaciones, con una memoria que no pasó por la lavadora estival, bajó la inflación, pero los precios se quedaron y de los zapatos caen granos de arena de una playa en las plazas de los pueblos que quieren celebrar, todavía, sus fiestas. El olor a churros y a pan recién horneado entre calles blancas los están borrando las avenidas repletas de ruidos, aunque también de vida entreverada de veraneamientos demasiado poco consistentes, demasiado parecidos a lo que las avenidas escondían. El veraneo fue más corto, fue más caro, para tanta gente, si hubo veraneo.
La breve ausencia no dejó que cambiaran las ciudades. Los adultos regresaron a las rutinas y volvieron a escucharse frases repetidas. Los niños y los jóvenes, a punto de comenzar su nuevo curso, se reúnen, tratan de calcular la que se les viene encima. Se alegran de verse, vuelven figuras antiguas, empieza algo nuevo y distinto. Pronto habrá que ponerse otros zapatos, de los que no caerá arena. Este final de verano es inquietantemente diferente, todo su relato nos arrastra hacia un precipicio y mucha gente insiste en que es lo mismo de siempre, porque quieren que siga lo mismo de siempre. No hay siempre ni hay mismo. El camino hacia el abismo insiste en ser una amenaza que venimos conociendo entre vapores de lignina e intentos con la lejía.