Verano del 24: el runrún que no cesa

Es la impotencia de la frase contra el hecho que no deja de repetirse por más que se denuncie: la impunidad, contra la que en realidad, y lo saben las abuelas y las madres de mayo, solo cuenta insistir con la frase

Cuando salgo a pasear por los bosques, el río tiene más bullicio que agua, a pesar de que la ciudad se quedó vacía con las vacaciones escolares.

La decisión de no salir de veraneo llegó sin ser tomada, y de pronto me di cuenta de que avanzaba sin mí, sin mi conciencia de veraneo. El campeonato europeo de fútbol alargaba la espera de la llegada, para mí, de un verano que sería el segundo del mismo año. España ganaba en Berlín y Argentina lo hacía en Miami Gardens. ¿Se encontrarán en París durante los Juegos Olímpicos? Más de tres mil personas, potencialmente peligrosas, fueron apartadas de París en los últimos días. Se desconoce el número de trabajadores sin documentos en las instalaciones deportivas y la prensa habla de inmigrantes con permisos caducados en un festival de Nacho Cano. Luego hablamos con la boca grande de que los inmigrantes sin papeles, sin los que los negocios pingües no se pueden celebrar. Así empieza este verano del 24. Y sigue.

Cinco mujeres asesinadas en apenas 48 horas. La violencia por querencias las páginas de los diarios. El genocidio de Gaza sigue activo, pero ha perdido vigor informativo. Es la impotencia de la frase contra el hecho que no deja de repetirse por más que se denuncie: la impunidad, contra la que en realidad, y lo saben las abuelas y las madres de mayo, solo cuenta insistir con la frase. Pero el papel y la tinta cuestan dinero. Los plumillas, depende.

Un atentado inaceptable contra Trump veremos qué consecuencias trae. Más violencia: el invierno extraordinariamente severo en la Argentina se alía con el presidente más extraordinariamente viajero que no deja de hambrear a su pueblo: mueren en las calles, de frío, varias personas: solo se sabe de algunas. Como si al capitalismo más despiadado no lo conociéramos ya. Las calles europeas tienen también récord de habitantes de las aceras, pero aquí es verano, todavía. Ucrania, telón de fondo de los miedos actuales y perdón, es solo el síntoma.

Cuando salgo a pasear por los bosques, el río tiene más bullicio que agua, a pesar de que la ciudad se quedó vacía con las vacaciones escolares. Bajo los escalones gastados de linóleo y bajo mis pies cruje la madera escondida; el arambol no miente. Llego al empedrado y huelo a café, o creo, o lo quiero creer, de personas sentadas que lo toman. Alegres, sí, pero con un rictus de memoria en sus caras. Entonces recuerdo a una amiga, también colega, que en Buenos Aires pasa las tardes vestida el doble en su departamento para no pasar frío. ¿Quién paga el gas?

Bajo y tomo ese café, me refugio del sol como puedo. Si no converso con nadie, miro, contemplo la vida mecánica, o no, que pasa ante mis ojos. Recuerdo cosas vividas y deseo vivir cosas. El verano no es solo para la indolencia, pero también. Disfruto de esos recuerdos sin melancolía, con alegría por haberlos vivido. Luego me pongo a vivir lo que cada día me ofrece, sin haber renunciado a ese lugar que es la memoria. Cultivo la alegría en este verano que es el más inesperado de todos.