La verdad es aquello que está entre la realidad extralinguística y la representación lingüística de una forma que el nexo entre ambos planos es innegociable e indisponible por la representación. La comunidad de hablantes no tenemos poder sobre la verdad pero sí sobre las metáforas que es otro tipo de vínculo entre los mimos planos. Esta es una premisa central del realismo ontológico al que me adhiero. Por eso la verdad se descubre y la metáfora se inventa.
El club de los y las poetas inventan y construyen metáforas. La comunidad científica descubre verdades. La verdad describe, la metáfora motiva. La verdad es una guía para la acción. La metáfora es un estimulo para la movilización. ¿Entonces cómo encajan en este esquema la actividad de las ciencias formales como las matemáticas sin incurrir en el platonismo? Los y las matemáticas descubren relaciones verdaderas entre los hechos (potenciales y efectivos). Las matemáticas solo descubren clases. La enorme diversidad de los hechos es lo que dota a las matemáticas de su aparente versatilidad y plasticidad.
El uso metafórico de conceptos científicos es muy peligroso y escurridizo. Mezclar temerariamente estos dos tipos de conexiones puede dar lugar a engaño y a confusión. Lo más relevante políticamente no es la realidad (los hechos) sino la verdad y las metáforas. Hay metáforas verdaderas pero no hay verdades metafóricas. Podemos intervenir en las metáforas para inventar metáforas verdaderas pero no en la verdad salvo para rendir pleitesía de reconocimiento. Las metáforas son políticamente imprescindibles, y como la policía, son tan necesarias como peligrosas.
La metáfora genera un nexo emocional y movilizador donde tiene más peso el impacto subjetivo de la representación que la correspondencia objetiva del hecho representado. Por ello el uso de metáforas es tan relevante y tan peligroso como decíamos. Pero con respecto a la verdad la única actitud política y éticamente legitima es la epifanía: el reconocimiento, la constatación. El único uso legítimo de las metáforas es la servidumbre imaginativa y efectiva al servicio de la verdad. Estas son las claves de un lenguaje científico y filosófico realista desembrujado.
Tenían razón Sokal y Bricmont cuando denunciaron las imposturas intelectuales que confundían metáfora y verdad guiadas, según ellos, por una intención emancipadora y crítica de inspiración izquierdista. Esto no es posible como se ha visto mucho tiempo después con el uso de esta confusión que ha hecho la extrema derecha. La izquierda materialista (¿puede haber otra?) ha de celebrar en su lenguaje, la epifanía de la verdad y la explosión sumisa y creativa de las metáforas, sin querer transformar la realidad inventándose una neolengua ilusoria compensatoria de la impotencia política.
Definitivamente la verdad no es un metáfora y en esa confusión, en apariencia pueril, se abren las puertas del infierno por donde se despeñan tantas almas bellas.