Apenas habían pasado un par de semanas desde que el Gobierno de la nación había decretado el estado de alarma, como cobertura principal para las distintas medidas que se anunciarían para intentar contener la pandemia de covid, y ya desde el espectro ideológico —si se me permite la broma, espectral en todos los sentidos— de la derecha se dispusieron en un discurso violentamente visceral en contra de todo lo que, legítimamente, desde el Ejecutivo se disponía: no al confinamiento, no a la cobertura de las empresas y trabajadores a través de instrumentos como los ERTE, ayudas directas, medidas sanitarias... que en definitiva no eran medidas muy distintas de las que otros países habían puesto en marcha ¿o sí? Pues en muchos casos, efectivamente.
Por ejemplo, todo lo que fueron coberturas de protección a los empleos y determinados fondos o medidas para ayudar a las personas más vulnerables eran, con matices o sin ellos, bastante originales para como se habían atacado situaciones de crisis no solo en España sino en el conjunto de Europa; es más, incluso países europeos —si se me permite que vuelva a incluirlo en esta comunidad— como el Reino Unido o Países Bajos cantinfleaban con la pandemia, escatimando medidas y acumulando papeletas para todo lo que les vino después desde el punto de vista económico. En definitiva, la derecha, y no solo la derecha que representan los partidos de ese lado del arco político –PP, Vox, Ciudadanos y demás hermanos mártires–, también incluimos a la mediática, a la económica, a la judicial y —no hay que sofocarse por decirlo— sectores ultras de los cuerpos de seguridad del Estado, todos comenzaron muy pronto a cuestionar de una manera provocadora pero igualmente pueril cada cosa que propusiese el Gobierno.
La respuesta solía ser inmediata: intervenciones incendiarias pero escandalosamente absurdas en el hemiciclo, protestas insolidarias de sectores económicos con amenazas incluidas, pronunciamientos judiciales con no más cobertura que la cerrazón y el autoconvencimiento que en este país hay que hacer lo que ellos quieran y, por último y más berlanguiano, las cómicas caceroladas de los barrios “guapos y pichis” de Madrid, donde se veían a viejas de pelo cardado y cejas pintadas –bien vestidas, mejor maquilladas–, cogidas del brazo de su “panchita” criada que era la que le daba los mamporros a la cacerola.
El Gobierno acababa de ser elegido por amplía mayoría, surgía de unas elecciones generales, pero la derecha se empeñaba es decir que Sánchez y su banda, que era el apelativo a la sazón, tenían un pecado original correspondiente a la moción de censura que Sánchez ganó a Rajoy. Era la deslegitimación, ya no vale el ganar elecciones si a la derecha no le gustan los resultados “hay que votar bien” como diría Vargas Llosa para regocijo de las huestes extremas. Todo lo que no sea votarles a ellos es ilegítimo. El poder, como ha ocurrido tantas veces en la historia, es de los audaces y los audaces, según el catecismo de la derecha española, son los que nunca aceptan la derrota, por las buenas o por las malas.
Cuando mis niñas eran pequeñas jugábamos al parchís. Es un juego de mesa fácil, entretenido y que te permite compartir con los críos buenos ratos de esas tardes lluviosas de invierno. Mi hija Helena, que siempre fue brava, gustaba del juego, le gustaba cualquier competición, cualquier deporte, coleccionaba lo que fuera y el parchís era una de sus debilidades porque concitaba alrededor de él a su hermana, a su madre y a su padre ¿algún problema? Que todo iba perfecto hasta que, sin piedad, yo le comía su ficha que estaba cerquita de llegar al destino protector y me contaba 20; en ese momento comenzaban las malas caras, algún resoplido que anunciaba tormenta, la cual se desataba cuando volvía a eliminarle una nueva ficha, entonces las cosas no eran como ella misma se las prometía y llegaba el momento culmen: mi hija tiraba el tablero con las fichas, los dados... todo; rompía a despotricar, a decir que eso no valía y se acabó el juego: ella decretaba que habría ganado si no fuera por nuestro empecinamiento en dejarla en mal lugar, y a otra cosa mariposa. Pues ni más, ni menos.
La semana pasada, en el artículo dominical, les hablaba de la necesidad de proteger la democracia, de insistir que los ciudadanos somos los verdaderos interesados en que “la cosa” siga funcionando, que en otros países de Europa ya están intentando hacer saltar por los aires todo el entramado de derechos y libertades, y también os dije que en nombre de la democracia, intentan acabar con la democracia. Quieren tirar el tablero. Y, fíjense ustedes, en lo que ha mediado una semana ya tenemos al poder judicial impidiendo al legislativo que cumpla con su función constitucional y democrática. Mañana se reúne el pleno del Tribunal Constitucional y mañana mismo, si ante el abismo no se frenan, nos habrán puesto a la ciudadanía decente contra la cuerdas.
Mi abogado y mis queridos amigos y amigas me dicen continuamente que dada mi posición no debería exponerme tanto en mis opiniones públicas, pero en mi modesta y molesta manera de ver las cosas, no hay nada más ruin que mirar para otro lado. Yo quiero seguir jugando al parchís y quiero que se respeten las reglas, y por tanto quiero, con sus defectos y virtudes, seguir viviendo en un país donde la democracia no sea la excusa perfecta para cargarse a la propia democracia. Si Mostesquieu levantara la cabeza, la volvía a bajar de vergüenza.