En estos últimos años el avance en la ciencia aplicada sobre inteligencia artificial está produciendo, en la población general, cierta prevención, cuando no miedo, sobre el alcance final que tendrá en un futuro que ya no pinta tan lejano y que nos lleva, en nuestro imaginario particular y colectivo, a las películas más disparatadas –nos parecían– de ciencia ficción. Distopías terribles, guerras contra artefactos, ordenadores que piensan sin intervención humana, dificultad para reconocer lo real y distinguirlo de lo virtual… En esos contextos, el miedo al progreso de la Inteligencia Artificial se puede justificar por la preocupación sobre si el hombre, el ser humano, la podrá controlar.
Nos infunde miedo todo lo que conlleva la pérdida de la privacidad, la extinción de puestos de trabajo y, por consiguiente, las nuevas formas de producción, la seguridad cibernética, la hipotética posibilidad de que la inteligencia artificial alcance un desarrollo que supere significativamente la capacidad cognitiva humana y las implicaciones que esto podría suponer para la humanidad, el potencial de superinteligencia que podría superar el entendimiento humano. Todas estas preocupaciones son válidas y razonables –no es ponerse en bucle la película Terminator–, y por válidas y razonables, la regulación de la inteligencia artificial se precisa en los términos que reduzcan la ansiedad con la que se nos presenta ante el público que, como yo, somos neófitos, ignorantes en mi caso, de como nos llega el futuro más inmediato por estas lides.
De momento ya sabemos que, aunque para una mente diminuta como la mía, es algo incomprensible que los puñeteros algoritmos sean capaces de desarrollarse ellos solos, como los virus, o que la llamada inteligencia artificial llamada Deep Learning haya conseguido éxitos –insisto, para mí incomprensibles– en procesamiento de lenguaje natural o reconocimiento de voz, y que la llamada IA General estando en pañales, dicen, en cuanto a investigación, puede revolucionar completamente la sociedad: superar la inteligencia humana., y todo eso ya lo sabemos.
Con esto último me he quedado pillado, evidentemente puede ser asombroso el que por sí mismas, algunas máquinas –por llamarlo de alguna manera que yo mismo pueda entender–, superen la inteligencia humana. Y aquí me planto. Los Estados, las corporaciones tecnológicas, las más prestigiosas universidades… todos invirtiendo cuantiosas cantidades económicas para hacer posible no solo el desarrollo de nuevos medicamentos o desarrollos de artificios que, por ejemplo, impidan que el cáncer sea mortal, que nuestra esperanza de vida deje de ser unos pírricos 80 años, o que podamos hacer algo que remedie la dificultad de encontrar remedios tecnológicos que frenen el deterioro del planeta, sino que también se esté invirtiendo parte de esa cuantiosa cantidad económica para conseguir modelos inteligentes que superen a la cognición humana. Es decir, conseguir que la inteligencia artificial sea más inteligente que la natural. El plantarme ahí tiene un correlato de la actualidad que, en apenas un párrafo, trataré de exponer. Será un ejemplo real que nos confirmará la innecesariedad de poner a la comunidad científica a trabajar en lo que a mi parecer es algo bastante sencillo. Veamos
Sin acritud. Hace unos días la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, de visita en Latinoamérica, describía emocionada, la primera vez que viajó al continente americano. Nos contó que cogió un avión, en compañía de una amiga, y se fue a la aventura –esto tiene que ser muy significativo porque lo repitió varias veces: se fue a la aventura–, y que una vez allí se quedó sorprendida de que en Ecuador hablaran “igual que nosotros”. Ese primer viaje lo hizo con 22 años y terminando la carrera. Por último, nos relataba que eso de que hablaran como nosotros –entiendo que quiere decir que hablaban castellano en Ecuador– le pareció “muy fuerte con lo lejos que están”. Como pueden ustedes imaginarse, las palabras de un cargo público tan importante no pueden caer en saco roto y yo, aparte, claro está, de eso de que ha llovido en Semana Santa porque Moreno Bonilla así se lo pidió al Papa y este, a su vez, al mismísimo Dios, lo de Ayuso es tan interesante que espero que la comunidad científica lo tenga claro y no se coman más el coco, porque si de lo que se trata es de que la inteligencia artificial sea más “inteligente” que la natural, me malicio yo que lo tienen razonablemente chupao.