El próximo día 26 de junio, según anuncio del Presidente del Gobierno de España, se aprobará en una reunión del Consejo de Ministros, la obligatoriedad del uso de la mascarilla en espacios abiertos, al aire libre. Solo sabemos eso, hay que esperar a leer la referencia concreta de la reunión y a poder leer exactamente donde sí y donde no hay que ponerse el dichoso bozal. Sea como sea, es una gran alegría puesto que si podemos salir a la calle, o ir a la playa, o estar en una terracita sentados sin tener que embozarnos, es un paso importante, significa que la pandemia va en remisión, y eso es una buena noticia.
Yo no voy a jugar a experto, ni siquiera voy a elucubrar sobre los motivos que tiene el gobierno para adelantar, en cierto modo, una medida que, en opinión de todos, ha sido básica y determinante para la contención de la propagación del virus. La labor de cuñadismo se lo dejaré a otros, pues es seguro que los que llevan todo el año lampando por medidas como ésta, basta que la tome el gobierno para ponerle pegas. Será, me atrevo a pronosticar, como cuando algunos partidos y algunos gobiernos autonómicos bramaban con desesperación al considerar que el gobierno estaba poniendo las bases de una dictadura bolivariana por declarar el estado de alarma ―cosa que me hace pensar que realmente piensan que somos tontos―, y en el momento que el mismo gobierno anunció que iba a derogar esa situación excepcional, los mismos que antes se partían la camisa de desesperación y desconsuelo, volvían a hacerlo para denunciar que el gobierno eliminando la dichosa alarma lo que quería era que nos contagiásemos todos y que eran unos irresponsables.
Lo mismo con las mascarillas. Así que prefiero no jugar a “cuñao” y simplemente pensar que si un gobierno, sea éste u otro cualquiera, no está por la labor de pegarse un tiro en el pie, aunque es probable que haya, entre los motivos del levantamiento de la obligación, algún motivo económico ―supongo que para llamar a los turistas siempre será mejor ofrecer un país que ni siquiera ya necesita esa medida de las máscara por todos lados y en todos los sitios―, y también, es probable, que lo más lógico es pensar que la magnífica campaña de vacunación está surtiendo el efecto deseado, los números cuadran, y tenemos a un porcentaje de la población inmunizados o al menos con una dosis del remedio.
El caso es que a partir del día 26 nos volveremos a ver las caras por la calle ―para mí es indispensable, pues si a mi pronunciada miopía le añadimos la mascarilla y mis escasas dotes de fisonomistas, el caso es que no reconozco a casi nadie―, tendremos la oportunidad de ver nuestras sonrisas, no imaginadas, en los rostros felices de tanta gente que ha sufrido con esta pandemia, que han pasado por momentos terribles aquellos que en su entorno familiar, o de amigos y conocidos, han visto la cara amarga de la pérdida de seres queridos, o aquellos que hemos denominado héroes ―enfermeras, médicos...personal sanitario―, que lo han sido porque con los recursos que contaban ha sido una heroicidad, a lo mejor también una casualidad, que hayan podido estar al pie del cañón.
Esto último me lleva a la reflexión siguiente: Yo no quiero héroes, ni siquiera hacen falta. Yo no quiero idealizar lo que debería ser lo normal ¿y qué es lo normal? Rápido y al pie: si la sanidad pública hubiera sido respetada, dotada de recursos materiales y humanos de manera razonable, sin la precariedad de médicos y enfermeras, sin la evolución a la baja de los presupuestos de salud en los últimos años, si todo eso hubiera o no hubiera ocurrido, no tendríamos que hablar de héroes, no harían falta, las cosas se harían con la normalidad de un sistema que no exige heroicidades para que funcione...y sí fueron héroes, lo peor es que para la administración competente siguen siendo casi villanos.
Dicho lo anterior, espero que la ciudadanía tome nota y en el futuro no dejemos ésto en manos de incompetentes o de gente que solo ven en las crisis una oportunidad...una oportunidad para hacerse ricos a costa de la salud de los demás.