No parece que la política española vaya a tomar la senda de la tranquilidad, del sosiego. No se trata de quitarle pasión o intensidad a los debates que suscita la acción política, precisamente es la ausencia de debates estrictamente políticos lo que impide el diálogo, no exento de dureza, en los entornos políticos y 'capilarizados' en la sociedad.
El populismo es un poco eso: ideas simples, construcción de falsos debates en torno a elementos generales, escasez de reflexión y, sobre todo, buscar por todos los medios un antagonista, un adversario global. La búsqueda de la hegemonía social, en términos como teorizaba Laclau para la izquierda, o como lo hacía Benoist para la derecha, es el elemento fundamental de la política de hoy.
Y no, no se me ha ido la cabeza, Laclau, el discípulo de Gramsci en la última parte del siglo XX, unido con Benoist, el teórico más científico de la derecha también en la segunda mitad de la centuria pasada, tienen ambos, desde realidades y obediencias intelectuales muy distintas, puntos en común que al final componen las formas políticas tanto de la izquierda como de la derecha.
Tanto Laclau como Benoist critican o ponen en cuestión el liberalismo, la democracia liberal; el argentino, porque la considera incapaz de abordar las desigualdades y por su premiación de la individualidad; mientras que, en la otra cara de la misma moneda, Benoist la critica por el énfasis liberal en la construcción 'irreal' de la igualdad y el universalismo o colectivismo que, según él, cultiva, en detrimento de las diferencias culturales.
Ambos pensadores reconocen la importancia de los discursos y narrativa en la construcción de identidades políticas y sociales. Laclau desarrolla su teoría sobre la construcción de hegemonía y la formación de identidades políticas a través de la articulación de las demandas sociales, mientras que el francés Benoist pone el foco en la importancia que de la identidad cultural y étnica en la formación de la identidad política.
Si bien los dos critican el universalismo, cada uno lo hace, lógicamente con argumentos distintos, mientras Laclau entiende que las demandas sociales y políticas son siempre contingentes y dependen del contexto histórico y social, Benoist lleva su crítica al universalismo liberal por su supuesta imposición de valores extraños sobre culturas y sociedad particulares.
El haberme extendido en recalcar las semejanzas, desde mi punto de vista comparables a lo que sería las dos caras de una misma moneda, el populismo no se oculta en postular un estado de absoluta polarización de la sociedad, que aunque no es exclusiva de nuestro país sí que aquí es bastante explícita.
Tiene detrás una teoría política, una forma de entender el mundo, en la cual la guerra cultural, la identificación del enemigo no del adversario, la sustitución de la comunicación política como herramienta para llegar mejor a la ciudadanía para convertirla en la verdadera creadora de los programas, de los mensajes y, en última instancia, perdiendo su valor como consultora o asesora, para situarse en la cúspide del poder político en tanto en cuanto es capaz de trabajar para concretar esa ansiada hegemonía social.
Mal harán los partidos de tradiciones contrarios a las guerras culturales a sumarse a esta corriente, por más que las diferencias son importantes entre la socialdemocracía y el conservadurismo democrático. El populismo no es una ideología, no es de izquierda o derecha, es utilizado por igual, normalmente en sus extremos, ni siquiera es un modo de gestión.
El populismo es simplemente un trayecto, como nos lo describen Laclau y Benoist, para acabar con la democracia liberal, con la nuestra, el problema es que todavía sigo creyendo que la democracia, con todos sus defectos y con su colección de decepciones, es el sistema político menos malo, y que cualquier fórmula populista, iliberal, es por definición autoritaria y agobiante.